Columna Cantarrana

Un 15 de septiembre en tiempos de Monge

» Por Fabián Coto Chaves - Escritor

En la remota mitología de la infancia, la celebración de la independencia se me presenta como una escaramuza en la Plaza Mayor de Cartago. 

Todo ocurrió hace poco menos de 40 años. 

Don Luis Alberto Monge bebía whisky mientras don Eduardo Lizano, con su vasta sabiduría, aplicaba electroshocks monetarios en la maltrecha economía de un país insignificante. Un país que no era sino vecino de países geoestratégicamente relevantes. 

El vecino de abajo de la “gran revolución sandinista” 

El vecino de arriba del Canal. 

El dial explotaba con la sensualidad de Careless Whisper y las picardías de Jaque Mate. Todo era bermudas reversibles y camisetas Ocean Pacific. Las mujeres bebían Tropical y los hombres Pilsen. La Patria era un austero castillo de arena frente al Paseo de Los Turistas. Y a nosotros nos interesaba más la carrera espacial que las fluctuaciones de La Bolsa. 

Como de costumbre, yo estaba con mi papá y mi mamá viendo el desfile. Un globo de hidrógeno y un copo bastaban para conjurar la felicidad. 

Tambores, liras y bastoneras hacían más verano que una pingüe golondrina o un anuncio meteorológico. 

Las manos de mi papá y de mi mamá. 

La banda del COVAO. 

El sol. 

El melcochero del copo. 

Las preocupaciones de mi mamá “Esos viejos son unos cochinos, no se lavaban las manos”

Y, de repente, un sobresalto. 

Mi papá se lleva la mano al cuello y aparecen dos finos chorritos de sangre. Luego, un mae intenta huir. 

Una brevísima persecución. 

Y mi papá propinándole un severo castigo. 

Mi mamá pide que se detenga. 

Mi papá no se detiene. 

Después viene esta imagen: por la calle que sube al Cuartel, mi papá lleva a un muchacho a punta de empujones e imprecaciones y mi mamá y yo, asustadísimos,  vamos detrás. 

Es casi una postal cinematográfica.

Como ese final conmovedor de Tiempos Modernos, con Chaplin y la chica caminando hacia el porvenir, pero en versión gacha: nos dirigimos al Cuartel de Policía y no suena la bella banda sonora que compuso Chaplin. 

Los policías, sobra decirlo, se quedaron con el muchacho y nosotros volvimos al desfile. Después me enteré de que él había intentado estallar mi globo con una grapa. La lanzó, según parece, con una liga y tuvo tan mala suerte que no atinó en mi globo sino en el pescuezo de mi tata. 

Era mediados de los ochenta y esa Costa Rica, con sus desgarraduras tan brutales, con sus contradicciones, con sus tira grapas en los parques  y sus tensiones, aún en una coyuntura tan fregada, tenía sus momentos luminosos. Don Manuel Mora, por ejemplo, llamaba a don Pepe para pedirle protección para los miembros de la juventud de Vanguardia. Y la brigada Mora y Cañas le brindaba apoyo al gobierno de don Luis Alberto Monge ante las bravuconadas de grupos como Costa Rica Libre. O sea, la noción de patria, la idea de nación en tanto arco de sensibilidades, con todas sus limitaciones, seguía siendo funcional. 

Debo decir, sin embargo, que esa vez del desfile fue la única ocasión en la que he visto la tosca herramienta trocada en arma.

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