Teorías de la conspiración: amenaza para la democracia y la cultura

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En nuestros días se habla de reinos que históricamente nunca existieron, de extraterrestres gobernando a la humanidad tras bambalinas, de malignas órdenes secretas cuyas acciones, planes y mentalidades “explican” toda la historia occidental, de fumigaciones de los cielos para alterar el clima y así “sembrar la impostura” del cambio climático, y de campañas para despoblar al planeta intoxicando a la gente con la venia de gobiernos e instituciones internacionales. Dadas las graves implicaciones debemos abordar las teorías conspirativas.

Dichos embustes afloran, sobre todo, en el mundo desarrollado. No obstante, se irradian a la mayoría de las naciones (tuve la ingrata sorpresa de conocer a un escritor simpatizante de esta corriente en un evento literario). El principal difusor de campañas de mentiras es Rusia, que busca en primera instancia manipular resultados electorales; sin embargo, más allá de las elecciones estadounidenses o francesas, proyecta un amplio y nefasto impacto, pretendiendo demonizar prácticamente a toda la cultura, la historia, la política y la ciencia occidentales.

Ojalá el asunto se limitara a opiniones, pues la dinámica sería menos compleja. No ocurre tal cosa, porque las campañas conspiranoicas incluyen un blindaje autocomplaciente. Sus difusores echan mano de tres perversas estrategias. Una, la apelación a la lástima (“no me cuestionen, no soy una persona estudiada”). Otra el ataque a mansalva a la prensa, a la cual se acusa de mentir a la población, de estar sesgada (por ejemplo, a favor de occidente), y de tener un monopolio informativo guiado por intereses soterrados, buscando manipular. La tercera, decir, a secas, que la verdad no existe. Dichos adefesios son fácilmente debatibles, pues al combatir estas teorías no se está atacando a la persona, sino al mensaje. Sobre lo segundo, un medio de prensa, si bien tiene matices e intereses y no es cien por ciento objetivo, también debe rendir cuentas a la ciudadanía y a un colegio profesional, debido a ello no puede soltarse a decir falsedades sin ser denunciado, se le obliga a ser metódico y permite además la posibilidad de triangular datos. De tal manera, comparándose una nota con lo que informan otros periódicos, compensándose vacíos y contrastándose aseveraciones, el ciudadano se aproxima a una “reconstrucción fiable de los hechos”. Tercero, la negación de la verdad se descarta de suyo, pues la ciencia, aunque provee enunciados falsables (no definitivos, susceptibles de mejora), nos brinda un horizonte de experticia eficaz y operativo, e información intersubjetivamente validada merced a una tradición metódica, rigurosa y basada en hechos; todo ello a las antípodas del capricho arbitrario, la aseveración hueca y la ideación alunada.

Así, tenemos motivos para preferir un texto científico o una nota periodística. Sin embargo, ocurre al revés ¿Por qué hay quienes difunden estos disparates? Las razones son múltiples. Respecto al contexto estadounidense (el epicentro del fenómeno), debe recordarse que muchos sectores viven bajo un inmenso estrés social, padeciendo enfermedades crónicas sin tener siquiera un seguro médico de calidad, ahogados en deudas y otros problemas económicos. A ello se suma niveles educativos muy disímiles, pues la gran potencia del norte a como tiene incontables premios Nobel y las mejores universidades de todo el mundo, muestra también colegios de secundaria pésimos de los cuales egresan sujetos que ubican a Argentina y a Uruguay dentro de México, que culpan a los ciudadanos asiáticos del covid y que defienden el terraplanismo. Todo ello propicia la difusión de ideas conspiranoicas.

Las consecuencias son nefastas. Pues muchos creen dichas “teorías”. Se desencadena la banalización de la verdad y el descrédito de la ciencia. El saber científico ha sido rebajado a un mero ejercicio de poder. Dicho esquema sirve de acicate a los antivacunas, quienes son partícipes de las teorías conspirativas. A las claras vemos así las repercusiones dañinas de la posmodernidad. De tal guisa hay un daño profundísimo a las sociedades contemporáneas. Porque buscar la verdad constituye un rasgo profundamente humano. En ello se instituye la ciencia y la filosofía occidental, desde los presocráticos hasta la era actual. Incluso otras tradiciones de pensamiento evidencian esa búsqueda, por ejemplo, las asiáticas. Al contrario, hoy día vemos cómo son difundidas toda una serie de mentiras, cuya enunciación carece de fuentes, siendo muchas veces videos trucados mediante inteligencia artificial, pseudodatos sin base o fotografías falsas.

No obstante, va más allá. Sin el rasero de la ciencia, ahora a todo puede “embarrársele” la veracidad o la falsedad, vía redes sociales y teorías de esta laya; queda al antojo de cada quien determinar lo verdadero y lo falso. Los hechos históricamente comprobados, háblese del Holocausto, ahora son abiertamente puestos en tela de duda desde el anonimato de una cuenta falsa. Y a su vez, la más abyecta calumnia resulta un proceso a la carta. Así, decir que Black Lives Matter es un negocio millonario al servicio de un plan oculto, que el movimiento ecologista trabaja para una conspiración mundial o que Ucrania es un país fascista responsable de un genocidio contra sus minorías rusas, resulta posible; también revestido de impunidad, del crédito que los demás acólitos otorgan a esas barbaridades y de difusión.

¿Qué efectos concretos puede esperarse? De primera entrada el apoyo a movimientos autoritarios, sin escrúpulos en utilizar estas teorías. Y la deriva sería nuevas dictaduras y líderes populistas alcanzando el poder y destruyendo los derechos humanos. Costa Rica ya vivió los efectos años atrás, recordemos la marcha xenofóbica, donde acudieron tanto neonazis como provocadores sandinistas. Más a largo plazo, un gran empobrecimiento cultural, pues los conocimientos del sistema educativo y las fuentes fiables son desechados y sustituidos. Un efecto violento radica en la no vacunación de los individuos, quienes enferman de males curables, ya existen problemas de salud pública dado el fenómeno, háblese del retorno del sarampión a regiones de Europa y Estados Unidos.

¿Cómo combatir estas teorías? Primero, los sistemas educativos deben tomarse muy seriamente la alfabetización digital. Los conspiranoicos hacen de las TIC su caballo de pelea. Cada estudiante debe comprender que con una simple foto hoy se puede hacer videos falsos, que una fuente debe ser verificable y no una ocurrencia de alguien, más aun, que la propagación de calumnias jamás será recurso válido si se trata de producir una sociedad civilizada. Segundo, la prensa debe darse a la tarea de evidenciar la falsedad de dichas teorías, pues ningunearlas no parece ser la vía correcta, las deja en su curso, no ha dado fruto. Mismo trabajo tiene la educación superior; ésta aún no ha explorado a fondo dichos mundos, siendo necesario no solo rebatir la colección de falacias y absurdos, sino también analizar los mecanismos de producción, difusión y apropiamiento.

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