Somos más grandes que Los Beatles

» Por Fabián Coto Chaves - Escritor, productor radial

Desde siempre Cartago ha sido el único vínculo imaginario y efectivo que tenemos, como conjunto, con nuestro pasado. Pero, claro, somos un país que es incapaz de incorporar la experiencia del pasado de manera creativa y creadora. O sea, sepultamos nuestro pasado. Lo convertimos en parqueo o en almacén de baratijas. Le echamos, como en el poema de Sabines, tierra y tierra, olvido y olvido:

“Aseguran las tapas de la caja, la introducen, le ponen lajas encima, y luego tierra, tras, tras, tras, paletada tras paletada, terrones, polvo, piedras, apisonando, amacizando, ahí te quedas, de aquí ya no sales”.

Nuestro pasado es rencor sublimado. Es un odio sublimado. Otros países, con mejor o peor fortuna, se la pasan dirimiendo sobre su pasado y por eso, más que a una memoria histórica, esos países apelan a una memoria histérica. Hacen del presente una casa de reposo para los muertos, ventilada, limpia, con música y con agua corriente. Y sus muertos, cada día, se levantan a vivir y debaten sobre guerras, torturados, desaparecidos y sobre absurdas leyes de reparación y de memoria.

Nosotros no, nosotros, repito, sepultamos nuestro pasado.

Le hacemos diariamente una vela insustancial y vamos al notario para tasar los bienes mortuorios y darlos en prenda para hipotecar los días venideros. Pero sucede que nuestro pasado, de vez en cuando, se nos aparece hamletianamente para cobrar venganza. Para decirnos que no, que no somos tan pacíficos ni tan blanquitos y que nunca, absolutamente nunca fuimos tan igualitarios y tan avanzados y tan civilistas. Se nos aparece como cruceta y como cincha. Se nos aparece como fiesta barroca y como misa. Y se nos aparece, también, como grieta o como hito.

Por eso nos chotean tanto a los cartagos. Porque somos el pasado ruin o dulce, según se mire, de un país que abomina detenerse en su sombra.

Nos detestan.

Nos aborrecen.

En otro momento dije que habitamos un país cuyos árboles y trillos son mucho más antiguos que sus instituciones republicanas: de ahí que nuestros billetes reivindiquen el dudoso mérito de ser ungulado o elasmobranquio antes que prócer.

Vincularnos con nuestro pasado, muy a pesar de los memoristas de ocasión, sigue siendo algo incómodo. Los intelectuales socialdemócratas de la Segunda República se encargaron de hacernos creer que este país empezó en 1948 y que todo lo que ocurrió antes, sin más, es un compendio de bagatelas oligarcas. Ese es, quizás, el mayor significado del triunfo del Cartaginés: una institución que existe desde 1906 y cuyo último campeonato, antes del miércoles pasado, se obtuvo en 1941… O sea, antes de que existiera el ICE… Antes de que existiera el TSE… Antes de que existiera la banca estatal…. Antes de que existiera todo ese tejido fetichizado de instituciones que tanto dicen defender las rémoras del Estado… Pero hay algo más: antes del miércoles pasado, el último campeonato de Cartaginés tuvo lugar mucho antes de que existiera el rock. Y justo por eso, más allá de los desmesurados arrebatos, es lícito decir que no solo somos más grandes que el país, sino que somos más grandes que Los Beatles.

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