Hace ocho semanas nuestra familia experimentó lo que ninguna familia imagina jamás que le ocurrirá. Nos despertamos a alistarnos para un nuevo inicio de año escolar para encontrarnos con la tragedia más grande que hemos vivido: nuestra hija Irene de 13 años se había quitado la vida a alguna hora de la madrugada. Ha sido un proceso lento de procesar esta impactante noticia, de mirar para atrás para entender cómo algo tan grave como esto puede ocurrir en el seno de una familia como la nuestra, en la que amamos a nuestras hijas y hemos estado atentos a su crecimiento y desarrollo. Estamos lejos de ser la familia perfecta, como en todas las familias, de vez en cuando alguna nimiedad nos estresa, nos alteramos y libramos discusiones intentando imponer nuestra perspectiva. También como padres en muchos momentos hemos fallado en ser compasivos con nuestras hijas cuando algo se les ha dificultado, en aplicar consecuencias congruentes con las faltas que nuestras hijas han cometido a los acuerdos familiares o en ser consistentes con nuestro seguimiento hacia ellas. A pesar de nuestras limitaciones humanas para acompañar de la mejor forma a nuestras hijas, a una parte de nosotros no le calza una decisión como ésta en medio de un ambiente familiar donde existe el apoyo y la apertura para conversar. En situaciones de crisis como éstas, es muy fácil entonces tratar de buscar culpables y lo más fácil es hacernos a nosotros mismos culpables por haber fracasado como padres. Entendiendo esta normal respuesta humana, en mi caso, he querido alejarme del interminable juego de la culpa y reflexionar sobre el tema de fondo de cuando alguien declara de esta manera que elige no continuar viviendo. Y esta reflexión ha distado del juego de detective para intentar entrar en su mente y seguir las pistas para entender cómo ella llevó su vida a este desenlace. Más bien, he procurado reflexionar sobre qué nos ocurre a nosotros como humanidad que se nos dificulta encontrar sentido a nuestras vidas y que en muchas ocasiones tomamos diversas decisiones que van lentamente acabando con nuestra vida. La diferencia en el caso de Irene fue lo rápido que ella hizo este proceso. Ella tardó 13 años en hacer lo que muchos tardamos hasta más de 80 años en hacer. Y quizá lo que no nos detenemos a pensar mientras hacemos esto de hacernos daño lentamente es lo impactante que esto es para las personas a nuestro alrededor. Vale mencionar que Irene fue una niña llena de vitalidad, de creatividad y de talento. No lo digo porque fuese mi hija, yo pienso que todas las personas son talentosas, quizá a veces nuestros talentos están ocultos para nosotros mismos, pero eso no significa que no existan. Igual en el caso de Irene era muy evidente y cualquier persona que la haya conocido puede dar cuenta de su incansable curiosidad y determinación para lograr lo que quería. Con más razón, resulta un misterio pensar, cómo toda esa vitalidad se desvanece en una decisión como la que ella tomó. Lo que puedo decir en retrospectiva es que esto ocurrió rápidamente en su transición de la niñez a la adolescencia, que desafortunamente coincidió con las medidas de aislamiento social que fueron aplicadas durante la pandemia que hemos experimentado a nivel mundial. Algo, que no logramos precisar, sucedió en este lapso que la llevó a perder su amor propio, su confianza en su capacidad de seguir adelante y su motivación para vivir. Conectar con el dolor que ella pudo haber experimentado me ha llevado a respetar su decisión y a escribir estas líneas con la intención de que nuestra experiencia nos permita a todos hacer un alto en el camino. Una pausa que nos permita revisar cuáles son esas decisiones que estamos tomando hoy que nos hacen daño a nosotros y a las personas a nuestro alrededor que son fieles a nosotros y siguen nuestro ejemplo.
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