
La Italia de los años sesenta se pudría en un “Estado de Bienestar” erigido a base de egoísmo, estupidez, incultura, habladurías, moralismo, coacción y conformismo.
Algo así decía Pasolini.
Contribuir a esta podredumbre, según él, constituía el verdadero fascismo de la época. Oponerse al fascismo en sus manifestaciones más delirantes y ridículas resultaba, por decirlo así, sencillísimo. Es más, aún sigue siéndolo. Es muy fácil, por ejemplo, vestirse de luto por la muerte de la democracia ante un subnormal disfrazado de bisonte que irrumpe en el Capitolio. Pero, como sugería Pasolini, se requiere una fortaleza portentosa y una honestidad intelectual extraordinaria para enfrentar el fascismo como normalidad, como codificación alegre, mundana, socialmente convenida, del fondo brutalmente egoísta de una sociedad.
Pasolini reconocía la existencia de algo noble en el fascismo delirante y ridículo de esos jóvenes rabiosos, miserables, resentidos sociales de su época: “en su honestidad de adolescentes, saben que el mundo que viven es, en el fondo, atroz y arremeten contra él con toda la fuerza del escándalo”.
Denis Johnson, también, lo entendió así: después de ser un mariguano beatnik en los sesenta, llegaron los noventa y la gente como él, la gente universitaria que había fumado mariguana y profesado amor en los sesenta, asumió el poder y lo primero que hizo fue aprobar una ley para que los federales pudieran pinchar cualquier teléfono de los Estados Unidos sin salir de su despacho. Denis Johnson, entonces, cayó en cuenta de que las cosas iban mejor cuando los inquilinos de la Casa Blanca eran personas muy diferentes a él, personas que le generaban desconfianza.
Durante buena parte de mi infancia y adolescencia el término “resentido social” se usaba, predominantemente, para referirse a sindicalistas.
Gente que iba a marchas y que tenía acetatos de Víctor Jara y Quilapayún.
Recuerdo que mi papá usaba ese término.
La gente de izquierda, por entonces, tenía el raro hábito de trabajar. O sea, casi no había socialistas millonarios. No existía, al menos no de forma tan escandalosa, la curiosa categoría social del militante Auto Mercado, el “Progre en lo político, de ultraderecha en el consumo” o, lo que es igual, el “Todo es culpa del neoliberalismo” seguido de un “A mí atún sellado con alcaparras y Chardonnay”.
Los zurdos, en aquellos años, no eran catedráticos que llegaban en un Audi a Plaza del Sol o Momentum Pinares, sino señores que trabajaban de cheques en la compañía de buses a Chepe o de misceláneos, guardas o conserjes en alguna institución pública.
Ya había acabado formalmente la Guerra Fría, sí, pero en Cartago los papás aún creían que a uno lo fichaban por ir a una marcha o, simplemente, por comprar una biografía del Che.
Ya había acabado formalmente la Guerra Fría, sí, pero en Cartago los papás creían que a uno le rechazarían la solicitud de visa americana y que nunca le darían brete por meterse al baño cantando aquello de “Abajo donde no crece ni la esperanza y el perro come en el mismo plato”.
Un día, tal vez, uno de esos señores que trabajaba de cheque o de conserje o de misceláneo o de guarda se pasaba por la casa y le regalaba a uno un libro con portada roja.
Sospechosa e inoportunamente roja.
Un libro, seguramente, editado en Cuba. Un libro que hablaba de Lenin y de los bolcheviques.
Los papás temían consecuencias terribles, auguraban persecuciones y feroces vilipendios. Nunca imaginaron que en un futuro no muy lejano buena parte de quienes participaban en esas marchas comerían atún sellado con alcaparras y beberían Chardonnay en restaurantes costosos donde sí se vale despotricar contra el neoliberalismo. Nunca imaginaron que en un futuro no muy lejano quienes tenían discos de Víctor Jara y Quilapayún llamarían “resentidos sociales” a quienes pensaban distinto. Nunca imaginaron que en un futuro no muy lejano otro mundo sería posible… por lo menos para algunos…
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