Desde el neolítico, o sea, desde que los granos nos domesticaron y nos hicieron sedentarios existen dos tipos de personas: las que aborrecen el hogar y las que lo veneran. Digo “hogar” y me refiero, desde luego, al sitio donde uno nació y/o creció.
Yo, no hace falta insistir mucho en esto, pertenezco al segundo grupo. Soy un venerador de Cartago, de mi hogar. Y, sin embargo, siempre he pensado que es muy sencillo irse de acá. De hecho, estimo que más que sencillo, es acuciante, urgente, necesario, imprescindible. Sobre todo en un momento como este, cuando se pierde alrededor de tres horas diarias recorriendo la Florencio del Castillo o lo que queda de ella.
Pero, claro, a veces no se puede.
A veces es imposible jalar.
Y a veces, también, pese a que uno jala, es imposible no regresar.
Eso, de repente, es lo más difícil: regresar.
Uno regresa y la gente, quiero decir la gente que nunca se fue, considera que se trata de una derrota.
¿Cómo se regresa a un lugar cuyo nombre fue tomado de la ciudad sobre la que Escipión Emiliano vertió sal?
Al regresar todos nos creemos Odiseo o Franklin Chang, pero, en realidad, somos el doctor Calderón Guardia en las elecciones del 62 o Froylan Ledezma tras su paso por Europa. Y esto me lleva, inevitablemente, al tema de la noción del éxito como algo que se obtiene afuera.
Somos un pueblo sin épica y los pueblos sin épica, como el pueblo checo, suelen mostrar cierta aversión por las infusiones de sangre y por las estridencias nacionalistas. Eso, ciertamente, podría considerarse algo loable.
Personas que carecen de sensibilidad para los mitos de la naturaleza se entregan una y otra vez a mitos sociales de índole nacionalista.
Algo así decía Norbert Elias.
Y esa condición, entre otras cosas, explica por qué en Costa Rica reverenciamos ranas y tucanes en vez de próceres.
Pero más allá de todo lo anterior resulta lícito asegurar que la ausencia de épica, también, explica nuestra necesidad de buscar la gloria en el exterior. O, por lo menos, en el exterior de nuestra idea de país, la cual, como ya se sabe, está circunscrita al Valle Central.
Sucede desde Florencio del Castillo a Keylor Navas, pasando por Chavela Vargas y Joaquín Gutiérrez: todos triunfaron fuera y su triunfo, o su éxito, como quiera llamarse, se encuentra determinado a los amigos que cultivaron.
Que Iturbide.
Que Sergio Ramos.
Que Frida Kahlo.
Que Neruda.
Ahora… Hay otro caso que es aún más curioso: el tránsfuga que recula en la playa.
En Europa, por lo menos hasta bien entrado el siglo XIX, las playas fueron espacios de trabajo. Estaban sucias y, lejos de la típica imagen del traje de baño, la indumentaria de quienes las frecuentaban, más bien, iba de onda proletaria maloliente. Es cierto que desde fines de siglo XVIII los aristócratas pusieron de moda el rollo de los balnearios. Pero, pese a ello, las playas europeas, durante un buen tiempo, siguieron siendo espacios de trabajo más que de recreación.
En nuestro país este fenómeno es todavía más tardío.
Si bien “El Puerto” gozaba de cierta reputación como balneario turístico desde principios de siglo XX, no podemos negar que, durante las primeras décadas de ese siglo, las representaciones sociales de las costas de nuestro país estaban ligadas a toda clase de circunstancias ominosas: bananeras, malaria, miseria y personas de color oscuro que dirimían sus pendencias a punta de machetazos.
Desde hace un tiempo, sin embargo, “la playa” se convirtió en el sitio por antonomasia donde se puede fracasar triunfalmente.
¿Qué quiero decir?
Pensemos en un treintón o cuarentón que salió de un cole privado. Si ese treintón o cuarentón trabaja como mesero, digamos, en un restaurante del Mall Paseo Metrópoli, ante muchos de los compañeros de cole y familiares, sería considerado un looser. Por el contrario, si ese mismo treintón o cuarentón se dedicara a servirle birras heladas a los gringos de Santa Teresa, entonces, sería consdierado com un espíritu libre, un jipi, un locazo o un mae que está buscándose a sí mismo.
En la playa, sea como sea, hoy se triunfa, excepto si sos un nativo de la playa. Y tomando en cuenta que, como ya dije, hoy uno pierde cerca de 6 horas diarias saliendo y regresando a Cartago, no sería una mala idea soltar todo y largarse a Guanacaste o Dominical a vender collares y preparar patacones para gringos pensionados que aborrecen a los demócratas.
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