Columna Cantarrana

Putin, la Tercera Roma y el apocalipsis permanente

Cuentan que el chelista ruso Aleksandr Verzhbilovich, hallándose en estado de absoluta embriaguez, se abalanzó sobre el cadáver de Chaikovski y se lo apercolló pródiga y necrófilamente. 

Así consta en las memorias de Rimski-Kórsakov y yo le creo, precisamente, porque los rusos siempre han hecho ese tipo de cosas. 

Cosas disparatadas. 

Cosas impensables. 

Boris Pilniak hablaba de un “inocente”, de un “santo”, de un “yurodivy” cuya muerte convocó a los hombres del abismo: le veneraban tanto que llegaron a recolectar sus heces, sus fluidos ulteriores, sus lixiviados insalubres para emplearlos como remedios para la gripe y las diarreas y ese tipo de cosas. 

Los rusos, insisto, son así. 

No son occidentales ni son orientales. 

Son ambas cosas. 

O son más que eso. 

Un monje del siglo XVI dijo que dos Romas cayeron y que solo una, la tercera, se mantendría eternamente. Aludía por supuesto a Moscú, una ciudad que, si se efectúa un extraordinario ejercicio de imaginación topográfica, podría considerarse que está, como Roma, emplazada entre siete colinas. 

El nacionalismo ruso no es como esos nacionalismos occidentales que se debaten en cosas peregrinas, partidarias. El nacionalismo ruso es telúrico en el sentido más riguroso del término y quizás por eso, desde los escitas que enfrentaron a los persas hasta el Ejército Rojo que le pateó el fondillo al Führer, no ha sido sencillo someterlos. 

Vamos… ¡No pudo ni Napoleón!

Rusia es tan furiosamente rebelde y tan inexplicable que se convirtió en el primer país socialista del mundo. Y, por si fuera poco, le ganó la guerra a los nazis y sembró una semilla de metal en el cosmos donde iba un chavalo, medio jumas, llamado Yuri Gagarin. 

Lenin decía que los hechos son tozudos. Creo que Putin, su compatriota, también lo es. Es más, creo que toda Rusia lo es. 

Poco antes de que la Unión Soviética pasara a mejor (o peor) vida, surgió una noticia bastante peculiar: unos chiquitos de Vorónezh aseguraban haber visto unos extraterrestres. Llegaron, según decían, en una esfera luminosa, descendieron de una nave, medían alrededor de tres metros y, curiosamente,  tenían cabezas excesivamente pequeñas. Las dicotomías de la Guerra Fría se expresaban, también, en las fabulaciones ufológicas: si los gringos los imaginaban jupones y chiquitillos, los rusos los imaginaban enormes y con la cabeza diminuta. 

Por unos momentos el mundo entero se olvidaba de Gorbachov, del muro, de las guerras  y del colapso de las palabras en mayúscula. 

Por unos momentos la historia, en efecto, llegaba a su fin. 

Hoy somos tan pueriles que ni siquiera creemos seriamente en OVNIS. 

Nos hablan de que la resonancia Schumann está cambiando y nos hablan de nuevos apocalipsis. 

Y, sin embargo, seguimos convencidos de que, por más promesas del Paraíso, nunca se baja vivo de una cruz. 

Los artículos de opinión aquí publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de EL MUNDO. Cualquier persona interesada en publicar un artículo de opinión en este medio puede hacerlo, enviando el texto con nombre completo, foto en PDF de la cédula de identidad por ambos lados y número de teléfono al correo redaccion@elmundo.cr, o elmundocr@gmail.com.

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