No hay peor desgracia para un hombre heterosexual que ser centroamericano. Y ni se diga ser centroamericano (o sea, mestizo) y tener ojos y pelo claro y ser, más o menos, alto.
Cualquiera de los cretinos que agarra categorías de análisis gringas y las trasplanta en las austeras macetas del subdesarrollo diría que a quienes nos asiste el dudoso honor de contar con esos rasgos, en definitiva, somos hombres blancos heterosexuales y que eso, mal que nos pese, constituye un privilegio.
Pero yo puedo certificar que no es más que el paroxismo de las desgracias. Hablo, por supuesto, desde una perspectiva de los intereses amatorios.
Las personas como nosotros somos el pan Bimbo “artesano” del mundo: no tenemos el sofisticado encanto del pan de masa madre, pero tampoco suscitamos ese placer culposo de pegarle un mordisco a una insulsa tajada de pan blanco con queso crema.
Las europeas y gringas guapas que venían de vacaciones nunca, pero absolutamente nunca querían tener comercio con nosotros.
¡Claro!
Éramos una pésima, una muy mala versión de sus referentes. Y ellas, naturalmente, preferían el cholo, el mulato, el negro, el cliché tropical.
Ni hablar de cuando íbamos a la playa.
Mientras esos cholos, mulatos y negros adquirían tonalidades de piel bellísimas, tipo “Atardecer en Santa Teresa”, nosotros nos quedábamos en ese repugnante bronceado clase media tonalidad camarón y derrame ocular.
Es más, hasta los europeos se veían mejor con sus tonos cobre o aceituna.
Nosotros, allí, apocados, mustios como un zancudo en Islandia, nos anulábamos en el recuerdo de abluciones de leche magnesia después de la insolación.
Éramos y somos, pues, el Ken paqueteado, el que se destiñe, el que tiene un ojo medio torcido.
Así que no me vengan con eso de que somos privilegiados. Pónganme media hora en Manzanillo a la par de un negro o un mulato y hablamos luego de privilegios.
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