Escribo este artículo como ejercicio legítimo de mi derecho a la libre expresión, protegido por la Constitución Política de Costa Rica y tratados internacionales sobre derechos humanos. Lo hago porque vivimos en un mundo donde cuestionar la “identidad autopercibida” de alguien es más grave que mutilar a un menor de edad con bloqueadores hormonales. La verdad objetiva fue reemplazada por una religión sin Dios, donde el pecado original es la biología, y la redención se consigue declarando “ella/elle/él” en la biografía de Instagram.
Mientras gran parte de la sociedad se levanta contra la ideología de género, sus promotores tienden a responder que la ideología de género en verdad no existe. Pero si no existe… ¿por qué está en todas partes? El politólogo Agustín Laje la define de manera muy sencilla: la ideología de género es un conjunto de ideas anticientíficas que, con propósitos políticos autoritarios, desarraigan de la sexualidad humana su naturaleza y la explican exclusivamente a partir de la cultura. La idea central de la ideología de género es que sexualmente hemos sido construidos por nuestro entorno y, en consecuencia, estamos llamados a deconstruirnos.
Pero la ideología de género es eso, una ideología. No solamente porque se opone a la ciencia biológica, a la anatomía, a la fisiología, a la psicobiología, a la genética, a la embriología y a las neurociencias, sino porque además ese conjunto de ideas mistificadas y falsas sirve para catalizar la movilización política de dos grupos específicos: las feministas más radicales y los movimientos LGBT.
Ahora bien, el problema con la ideología de género no es solamente que sea una herejía contra la ciencia (aunque lo es). El verdadero problema es que se ha convertido en el ariete perfecto del totalitarismo moderno. Porque la ideología de género, por sí sola, no tiene fuerza. Necesita un aparato estatal gigantesco que la imponga a la fuerza, que la respalde con leyes, que la difunda con impuestos y que la proteja con censura. No hay ideología de género sin estatismo. No puede sobrevivir en libertad porque la verdad biológica la pulveriza. Por eso necesita un Estado metido en todo: en tu lenguaje, en la educación de tus hijos, en tus redes sociales, en tus contratos laborales y hasta en tu cédula.
Miremos cualquier país de Occidente donde se apliquen políticas de género. ¿Qué vemos? Un Estado que crece como un tumor, expandiéndose sobre las libertades individuales con el pretexto de “inclusión”. Y cuando ese Estado no puede convencerte, simplemente te obliga. ¿Quién determina qué pronombres debes usar bajo amenaza de sanción? El Estado. ¿Quién sexualiza a los niños en las aulas con ideología disfrazada de “educación integral”? El Estado. ¿Quién censura, persigue y castiga a los que se atreven a decir que un hombre no puede menstruar? El Estado.
Pero, hablemos con ejemplos reales: en Canadá, te pueden multar por no usar los pronombres “correctos”. En España, los socialistas aprobaron una ley que permite a cualquier menor cambiar legalmente de sexo sin diagnóstico ni consentimiento de los padres. En Argentina, el kirchnerismo impuso el “género no binario” por decreto, metió ideología de género en las escuelas y obligó al Estado a contratar personas trans por cuota, no por mérito. En Chile, Boric presiona a las escuelas para usar lenguaje inclusivo y promueve el cambio de sexo en menores con dinero público.
En Colombia, Petro quiere hormonizar niños, quitar la patria potestad a los padres “no inclusivos” y financiar campañas de deconstrucción ideológica. En México, AMLO piensa que ayudar a alguien a aceptar su sexo biológico es delito, pero empujarlo a mutilarse es “derecho humano”. Y en Brasil, Lula relanzó programas “contra la transfobia” que persiguen al que disienta. ¿El patrón? Gobiernos zurdos, Estado invasivo y censura arcoíris.
Por otro lado, cuando el feminismo empezó a intoxicarse con ciertas teorías posmodernas, nació un engendro ideológico llamado “teoría queer”, una especie de Frankenstein académico que terminó por devorar a su propio creador. Mientras el feminismo clásico al menos necesitaba un sujeto concreto (la mujer biológica) como base de su lucha, la teoría queer decidió que ser mujer es simplemente… una idea. Una emoción. Una ocurrencia del día. Y mientras tanto, corporaciones como Disney, Coca-Cola y Google se llenan la boca con discursos inclusivos… excepto en Medio Oriente, donde mágicamente olvidan poner la bandera LGBT. Porque el arcoíris es rentable donde no te tiran desde un edificio.
¿Quién es mujer hoy? Cualquiera. Basta con sentirlo. La biología fue cancelada por “opresora” y sustituida por la autoidentificación, ese nuevo dogma que convierte en transfóbico a cualquiera que se atreva a sugerir que los cromosomas no se autodeterminan por decreto. El feminismo, que históricamente representaba a las mujeres, hoy ya no sabe a quién representa. ¿A la mujer biológica? ¿A los hombres que se declaran mujeres? ¿A las personas no binarias que se autoperciben como fluidas? ¿A los úteros con identidad neutra? La respuesta es: a todos y a nadie. Porque si todo el mundo puede ser mujer, entonces ser mujer ya no significa nada.
Ser feminista y formar parte del colectivo LGBT+ se ha convertido en simplemente una moda. Las redes sociales, las celebridades y los medios de comunicación han jugado un papel crucial en popularizar estas identidades y movimientos, a menudo sin un entendimiento profundo y real de sus raíces y consecuencias. Pero lo más perturbador fue la reacción del Frente Amplio: enfurecidos porque no podrán llevar niños a un evento reclasificado por contenido inapropiado. ¿Por qué tanta desesperación por exponer menores a hombres semidesnudos, drag queens bailando eróticamente y propaganda arcoíris? ¿Qué clase de fijación enfermiza es esa con que los niños estén presentes?
En este contexto, es preferible abogar por una familia tradicional que proporcione un marco claro y estable en el que los niños puedan desarrollarse y crecer. Este modelo se basa en valores y roles que han demostrado ser efectivos a lo largo de generaciones para garantizar el bienestar y la estabilidad emocional de los niños. Mantener estos valores no significa ignorar o menospreciar otras identidades, sino asegurar que los niños tengan un entorno seguro y coherente donde puedan madurar antes de enfrentar las complejidades del mundo moderno.
Es esencial que los jóvenes resistamos a estos intentos de ingeniería social y mantengamos un enfoque que respete los valores tradicionales que han sustentado nuestras sociedades por generaciones. Porque si no celebrás cada día del PRIDE con la alegría de un rehén sonriente, te acusan de “discurso de odio”. Pero lo que hoy significa realmente ese acrónimo es esto:
P – Pedofilia normalizada bajo el disfraz de “identidad infantil”.
R – Reprogramación cultural forzada desde las aulas hasta las redes sociales.
I – Imposición legal del lenguaje, las creencias y la mentira institucionalizada.
D – Dinero público usado para financiar mutilaciones, propaganda y censura.
E – Engaño masivo: te prometieron tolerancia, te dieron dictadura.
Ya no alcanza con decir “yo no me meto”. O te defendés, o te arrastran. Porque el progresismo no quiere coexistir: quiere reprogramarnos. No es casualidad que estas políticas cuenten con el respaldo constante de partidos como el PAC, el Frente Amplio, el PLN. Pero digámoslo en voz alta: Hay solo dos sexos, no doscientos cuarenta y cinco géneros. Los niños no se tocan, no se hormonan, no se adoctrinan. Y el Estado no es ni padre, ni Dios. Si no lo gritás vos, ellos lo van a susurrar en el oído de tus hijos. Y cuando te des cuenta, ya no van a pensar como vos… ni como ellos mismos. Van a pensar como les ordenaron.