Columna Cantarrana

¡Párenla con el imperativo woke!

» Por Fabián Coto Chaves - Escritor

¡Qué espantoso y, sobre todo, absurdo sería un mundo donde fuera imposible mentir! Un mundo habitado por gente que siempre nos dice lo que piensa sobre nosotros y sobre los otros. Un mundo habitado por seres medusa que nos echan en cara todo lo que llevan por dentro. 

La mentira es, en efecto, el lubricante de la realidad. 

Imaginemos por un momento que, de repente, todas las personas son insoportables y rigurosamente corteses, amables. Uno, entonces, podría pasarse la vida entera en una rotonda de circunvalación o en una fila del súper profiriendo imbecilidades tipo: “No, por favor, pasá vos, en serio, no, no, porfa, adelante, pasá vos”. 

Así, igual de ridícula sería la existencia sin la posibilidad sublime de mentirle al prójimo y de mentirse a sí mismo. 

La mentira constituye un verdadero atajo de sentido: hace más sencilla y eficiente la comprensión de los fenómenos. Pero cabe decir que no opera desde una perspectiva explicativa o etiológica, sino simbólica. Por eso, justamente, las teorías de conspiración son tan maravillosas y las fake news tan infinitamente superiores a cosas tan pueriles como “la verdad de los hechos”. 

No hay que olvidar que la compulsión por la verdad en un sentido unívoco, por más que los neopositivistas hagan berrinches, pertenece al ámbito del cristianismo y, por tanto, al ámbito de la culpa. De ahí se colige que resulta emocionalmente más económico hacer un chivo expiatorio que, digamos, asumir la ruin certeza de que las cosas ocurren porque sí, porque diay, porque nosotros. Y de ahí se colige que el rechazo a la mentira, de cierto modo, sea un rechazo al goce. 

No en vano la Santa Inquisición fue, sin más, nuestra primera agencia de fact-checking. 

Los inquisidores de hoy, curiosamente, siguen hablándonos del inminente apocalipsis y de la corrupción del mundo. Y si hace unos meses le echaban la culpa de las muertes por Covid a la señora que hizo un babyshower, hoy nos dicen que mirar una mejenga del mundial implica ser cómplice. 

El mundo, como decretó Santos Discépolo, fue y será una porquería.

¡Y los mundiales de fútbol también! 

Pensemos solo por un momento que, mientras Mario Kempes y Menotti alzaban la copa en el 1978, los calabozos de la ESMA estaban llenos de torturados y el río de la Plata era una tumba líquida y anónima para centenares de disidentes políticos. 

No es cosa nueva. 

No es una novedad que la FIFA y los países sede estén implicados en turbias tramas. 

Pero eso, señores, señoras, no significa que sea deseable ni oportuno andar por la calle recordándoselo a cada vecino que, tras dos años de pandemia y tras dos gobiernos del PAC, se muestra ligeramente emocionado por el inicio del Mundial. 

¡Párenla con el imperativo woke! 

Los artículos de opinión aquí publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de EL MUNDO. Cualquier persona interesada en publicar un artículo de opinión en este medio puede hacerlo, enviando el texto con nombre completo, foto en PDF de la cédula de identidad por ambos lados y número de teléfono al correo redaccion@elmundo.cr, o elmundocr@gmail.com.

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