“Orden, paz y trabajo”: tal fue el lema de campaña de #LeonCortés en su triunfante rumbo a las elecciones de 1936. No es de extrañar que aún hoy, más de ochenta años después, su figura sea vilipendiada por un puñado de personajes que abominan el orden, no tienen paz y no les gusta el trabajo.
La gratuita arremetida de uno de los cabecillas de la UPAD y de la reciente presidenta de la Juventud del PAC (ambos conocidos sólo por ser continua fuente de injurias a sus adversarios políticos) contra el Expresidente y Benemérito de la Patria (cuyo monumento, levantado mediante contribuciones ciudadanas voluntarias a inicios de la década de 1950, engalana la plazoleta de La Sabana frente a las instalaciones del antiguo Aeropuerto que él hizo construir) pareciera pensada para distraer a la ciudadanía de noticias como la caída de nuestras calificaciones de riesgo financieras a nivel internacional, la zozobrante gestión de la pandemia en las zonas fronterizas que golpea particularmente a la provincia de Alajuela, la nula reactivación económica, la desaparición de pruebas contra los presuntos delincuentes de la agencia de espionaje de Casa Presidencial, o la obsesión oficialista con destruir el derecho a la intimidad, entre otras cosas. Sin embargo, es rescatable que haya levantado el interés por conocer más de la figura histórica a la que, irónicamente, pretenden inútilmente bajar del pedestal para poder tocarle los talones.
Los inicios. León Cortés Castro, un alajuelense nacido en diciembre de 1882 (ahijado de Bernardo Soto), no parecía destinado a las más altas responsabilidades, ni mucho menos a gozar de la inmensa popularidad y cariño que lo acompañó en sus últimos años. Sin embargo, mientras se desarrollaba como educador primero y luego como abogado, poco a poco fue demostrando capacidad ejecutiva, don de mando y un nivel importante de habilidad política. Los votos alajuelenses lo elevaron al Congreso por primera vez en 1914, donde formó parte de la oposición. En 1917, pasó a ser nombrado por el dictador Federico Tinoco en el puesto de Comandante de Plaza de Alajuela; pero rápidamente se atrevió a desafiar los designios del régimen, permitiendo que en las elecciones de Asamblea Constituyente (que, se suponía, iban a ser de partido único) lograra inscribirse en la provincia una “papeleta paralela” encabezada por su hermano Claudio y por un joven Otilio Ulate. Así, aunque debió dejar la Comandancia por aquel “desafío” (y por su estilo autoritario y riguroso que sorprendía incluso a Joaquín Tinoco), quedaron electos ambos en lugar de los candidatos que quería el déspota.
Caído Tinoco, el propio Cortés logró ser electo de nuevo como diputado por su natal Alajuela bajo la bandera del Partido Republicano, y alcanzó la Presidencia del Congreso en 1925. Allí también se granjeó fama de riguroso, explosivo, malhumorado y meticuloso, pero también de hombre exigente y honrado a toda prueba. Al producirse el terrible accidente ferroviario del Virilla (donde las víctimas procedían en su mayoría de Alajuela), en marzo de 1926, la prensa de la época consignó que Cortés hizo a un lado su alta investidura y se presentó a prestar ayuda en el propio lugar de los hechos. Cumplido su periodo, resultó nombrado Ministro de Educación en las postrimerías del segundo mandato de Cleto González Víquez, pasando luego al de Fomento (Obras Públicas) bajo el tercer gobierno de Ricardo Jiménez Oreamuno. En ambas ocasiones iba a ser sucedido en el cargo por quien más tarde se convertiría en su rival: Teodoro Picado.
Hacia la Presidencia. Ya en 1932 surgieron voces que lo planteaban como posible candidato presidencial, pero optó en cambio por brindar su apoyo al indiscutible don Ricardo. Sin embargo, la obra realizada por él como ministro, el milagro administrativo de obtener superávit en el Ferrocarril al Pacífico por primera vez en la historia, el orden que impuso en los Archivos Nacionales y la capacidad de edificar obra en zonas alejadas y en tiempos de crisis, atrajeron la atención popular a pesar de su poca simpatía personal, y provocaron que la ciudadanía proclamara casi espontáneamente su candidatura para 1936. A pesar de habérsele opuesto figuras históricas del “neorepublicanismo” como los Expresidentes Acosta García y González Flores, el ex candidato Carlos María Jiménez o el prestigioso médico Ricardo Moreno Cañas (aunque ninguno de ellos aceptó ser candidato en su contra), salió victorioso con más del 60,3% de los votos. Ya desde entonces los comunistas le demostraban su odio total, divulgaban injurias de toda clase en su contra y lo tildaban de “fascista” (ni para eso son originales los narcisistas del actual oficialismo).
Es verdad que la magnitud de su obra pública (escuelas, carreteras, aeropuertos) no es comparable a la de ningún otro gobierno, y que llevó al Ejecutivo su capacidad de trabajo y dirección y su implacable ética en la función pública, acompañada de oratoria apenas pasable y de un ceño invariablemente fruncido. Kilómetros de carreteras e innumerables escuelas llevan su firma. También es verdad que su credo político esencialmente conservador, nacionalista y republicano se afincó bien en su época y le permitió desarrollar una novedosa legislación bancaria, incluyendo el relanzamiento del Banco Nacional (para lo que hubo de reconciliarse con González Flores, quien le prestó valiosa ayuda). Pero su Presidencia de 1936 a 1940 fue empañada a menudo por su temperamento volátil, mandón y altanero, sus intermitentes actitudes represivas, las críticas por el mantenimiento de buenas relaciones con la Alemania nazi (que los analfabetas históricos del PAC pretenden convertir en demostración de “fascismo” sin mencionar a quiénes se parecen ellos en el poder, ni tampoco decir que Alemania era un cliente determinante para el café costarricense), y el trágico fin de su antiguo oponente el Dr. Moreno Cañas, asesinado por un paciente desequilibrado en 1938. Aquel mandato estuvo lejos de ser su mejor momento político. La “leyenda” de León Cortés vendría a forjarse años después, al volverse el primer verdadero “líder de masas” moderno que conocería nuestro país.
De Expresidente a leyenda. Una vez salido del poder en 1940, su sucesor Calderón Guardia (elegido por el oficialista Partido Republicano Nacional) dio un súbito giro ideológico y político, convirtiendo al conservador Cortés en su más encarnizado rival y enemigo. Apartado el desventurado Expresidente de la agrupación política que él mismo había renovado (luego de finalizada la carrera de don Ricardo Jiménez, su principal figura), el desprecio público de Calderón terminó por convertirlo, casi accidentalmente (según diría él mismo) en líder e ídolo de la oposición, especialmente a partir del acuerdo de su sucesor con el comunismo, el abuso de la fuerza pública bajo el amparo de la suspensión de garantías decretada por la Segunda Guerra Mundial, y el desorden administrativo y la corrupción de que se acusó al régimen. Para 1943, los atributos que volviesen impopular a Cortés durante su gestión estaban olvidados, o incluso eran añorados por una gran parte de la ciudadanía; y lo convirtieron en inevitable candidato presidencial, ahora al frente de un nuevo partido político, el Demócrata. Para hacerle frente, la alianza entre el calderonismo y el comunismo nominó a otro abogado, educador y ex Ministro de Educación y de Fomento, que gozaba de fama de intelectual culto y “preparado”: Teodoro Picado.
La campaña dejó en evidencia, sin embargo, que Picado no inspiraba mucho entusiasmo, en tanto que Cortés gozaba de una enorme popularidad, especialmente en el campo. El oficialismo, desesperado, montó una campaña de groseras calumnias e intimidación de todo tipo para frenar al cortesismo, llegando incluso a la violencia (las infames “brigadas de choque”); pero el “punto de no retorno” se alcanzó el 13 de enero de 1944, el día de las elecciones. Con saldo de varios muertos en Llano Grande de Cartago y en Alajuela, y en medio de toda clase de denuncias sobre chorreo, votos múltiples, destrucción y ocultamiento de papeletas, y lectura de resultados “invertidos”, Teodoro Picado fue declarado vencedor por enorme “mayoría” de los votos (hemos de creer que, para los autores del berrinche, los fraudes electorales son una forma “legítima” de evitar que llegue a la Presidencia alguien con la ideología “equivocada”).
La ira, la frustración y el desconcierto de la ciudadanía ante semejantes sucesos tardó bastante en ser asimilada, y sólo logró amalgamarse en el proceso de medio periodo en 1946. La figura de Cortés se agigantó aún más como el líder indiscutible de la oposición y víctima directa del fraude más evidente de nuestra historia electoral; y en tal posición se hallaba cuando, envejecido y con su salud flaqueando, recorrió una vez más el país para entusiasmar a sus atribulados electores. La súbita desaparición del líder el 3 de marzo de 1946 terminó de convertirlo en mártir y leyenda, y serviría de fantasmal inspiración a la campaña de otro caudillo alajuelense, Otilio Ulate, cuyo triunfo en 1948 no sería reconocido por el calderonismo, y originaría la Guerra Civil.
Más tarde, el bando triunfador elevaría su memoria a dimensiones heroicas y legendarias, otorgándole el rango de Benemérito; y la ciudadanía correspondió haciendo levantar el monumento más vistoso y reconocible que haya recibido presidente alguno. Probablemente esto lo ignore esta altanera bandada de “progres” que quiso ganar algunos minutos de fama y unas cuantas notas periodísticas, exigiendo que tal estatua fuera removida (y, hemos de suponer, que se cambie el nombre al cantón de la zona de los Santos y a las escuelas y colegios de todo el país que conmemoran su figura).
Viniendo de quienes viene, la vandálica propuesta debe merecer nuestro total repudio. Que no vengan esos que sólo daño le han hecho a nuestro país, a decirnos cómo “reescribir” nuestra Historia en función de sus caprichos. Que no vengan los totalitarios a hablar de “fascismo”, ni los destructores de la Patria a cuestionar al que tanto construyó; y que saquen sus desaseadas manos de nuestra identidad como costarricenses.
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