Nueva Constitución y nueva cultura política

Solón de Atenas  (40-560 A.C) dijo que la sociedad está bien ordenada cuando los ciudadanos obedecen a los magistrados, y los magistrados a las leyes. A contrario sensu, cuando los magistrados en vez de obedecer a las leyes obedecen al dinero, al tráfico de influencia, a los grupos de presión, entonces la sociedad está bien desordenada. Sin embargo,  la frase  del político y poeta griego fue insuficiente.  En realidad la sociedad está ordenada especialmente cuando los ciudadanos obedecen  leyes y valores éticos,  pues en esa tesitura hasta nos podríamos  economizar  magistrados,  curas y  santos.  Cuando la hipocresía, la doble moral, el disimulo, las  violaciones a la ética y a  las leyes rigen la conducta ciudadana, es porque esas formas de convivencia se convirtieron en el éxito de la supervivencia.  Cuando eso ocurre es que la sociedad  anda mal.   A veces un buen ciudadano tiene que  respetar hasta las leyes malas para estimular que los malos ciudadanos no violen aquellas que son buenas.  El tema cultural no tiene como referente simplemente las normas éticas comunes de no robar, no mentir, entre muchas otras. La verdad es que en un país culturalmente avanzado  tiene que  inspirar vergüenza también la pobreza,  todavía más la desigualdad, y mucho más la inseguridad de las personas.  Un Estado es estable cuando  todos los ciudadanos son iguales ante la ley y sus gobernantes predican con el ejemplo, pero también cuando los habitantes encuentran justicia, trabajo y oportunidades.  Cuando el pueblo y sus representantes políticos  mienten y violan las leyes rutinariamente,  cuando la indiferencia sustituye la responsabilidad de construir una sociedad justa para todos,  entonces la sociedad cae en la degradación moral y en la desconfianza. Ese estado de cosas  puede ser un buen maletín para los tiranos y los demagogos.  Un buen ciudadano no puede tolerar en su país que el poder  se erija por encima de las leyes y de la justicia social, porque  los propios intereses de ese  ciudadano entran en juego cuando arde la casa de su vecino. Por eso hay que fomentar la participación y luchar contra la abstención de quienes no quieren trabajar por el bien del país, porque como decía  Marco Aurelio, “lo que no es bueno para el enjambre, no es bueno para la abeja.”

Los ciudadanos tenemos que ser vigilantes de nuestra propia integridad moral, pero también de la de aquellos que  hemos elegido para que nos representen. En ellos se deposita la confianza mediante elecciones democráticas. Si ellos se corrompen, cualquier ciudadano  hace lo mismo.  Las naciones bien gobernadas evitan reducir al pueblo al descontento. Al contrario aquellas que son mal gobernadas llevan al pueblo al malestar, al desasosiego, al caos.  A menudo el político es una clase de animal que le gusta hacerle daño a su pueblo.  Para evitar eso no solo conviene tener buenas leyes, sino que la cultura política de ese pueblo, es decir sus hábitos y costumbres, deben ser de buen nivel para compartir la convivencia social.  Maquiavelo decía  que  “de la misma manera que se necesitan leyes para conservar las buenas costumbres, éstas son necesarias para el mantenimiento de la leyes.” Llevaba razón. Más mal hace un juez que unos delincuentes. Más daño causan los ciudadanos a la colectividad cuando esperan que los llamen para despedir al mal juez, o cuando evaden involucrarse en hacer de nuevo el jardín.  El capital de un pueblo en realidad son sus ciudadanos y los hábitos que los acompañan. Los gobernantes son el reflejo de ese pueblo. Así que cuidado, estamos cosechando lo que hemos venido sembrando.  Si la mediocridad es el signo de nuestra cultura, qué difícil es que tengamos gobernantes y funcionarios de gobierno,  que política y espiritualmente sean brillantes y orienten a su pueblo. El trabajo responsable, honesto, productivo de nosotros los  ciudadanos y de sus representantes  es lo que hace sostenible el país,  de modo que  la sociedad no vaya nunca a la quiebra ni social, ni cultural, ni económicamente.  Así lo hicieron nuestros antepasados cuando se erigió la República, pero la descomposición empezó cuando  decayeron  los principios sobre los cuales fue fundado nuestro país. Muchos buenos modales y hábitos desaparecieron y con ellos la base y la seguridad de nuestra sociedad democrática.  Ahora somos parte de una cultura donde queremos ser ricos de la noche al día jugando la lotería,  asumiendo los riesgos del facilismo que generan resultados monetarios sin trabajo. Saludamos y ofrecemos decoraciones,  títulos  y honores a quienes no poseen ninguna riqueza interior, más que el afán de lucrar a consta de los intereses  de su vecindario y del país en general.  Se está haciendo costumbre nacional en muchos casos pasar de la pobreza a la opulencia cambiando simplemente de miseria. Los corruptos que censuramos son los mismos que votamos. En esas circunstancias donde las personas  se ha quedado sin valores y costumbres dignas de una ciudadanía activa y responsable, el pueblo se vuelve incapaz de gobernarse a sí mismo, razón por la cual poco importa someterse a un dirigente cualquiera sin determinar de dónde procede, y hasta quién es.  Por lo general es el tráfico de influencias y dinero el atractivo. Poca relevancia tienen lo principios éticos como estructura de la sociedad, por lo que el país pierde su identidad de nación y se va convirtiendo en un Estado comercial donde el egoísmo generado,  solo siente pasión  por el lucro, y no  reconoce  la patria. Por eso es que la  educación sigue siendo la primera prioridad de la política. Un pueblo educado sabe conducirse, sabe elegir, sabe comprender las leyes, sabe distinguir a los mentirosos del poder, sabe enjuiciar la importancia de su Constitución,  en fin sabe decidir.  Un  Estado donde los ciudadanos se corrompen tanto en la sociedad como en sus partidos, es probable que tengan representantes que  entren a los gobiernos corrompidos. Por eso es que las banderas de los partidos  a veces   en vez de ser pedestales de la nación,  se convierten en lienzos donde se amortaja la patria. Hay entonces que  formar buenos ciudadanos. Este es un reto de la educación en todos los niveles, y en todas las organizaciones. Hay que elevar la cultura política de nuestro pueblo. Eso se mejora con educación, con el ejemplo de aquellos dirigentes que hagan diferencia, con la trasmisión permanente de valores de convivencia y de buena ciudadanía, y lógicamente con buena legislación. En los momentos cruciales que vive el país esas acciones son fundamentales, porque el camino nacional está tan complicado que hasta las buenas almas se pueden echar a perder por las malas compañías y las tentaciones del poder.  Jean Lucien Arréat filósofo francés de principios del siglo pasado ejemplificaba esta posibilidad desalentadora diciendo que;  “si en la república de las plantas existiera el sufragio universal,  las ortigas desterrarían a las rosas y a los lirios.”

Es preciso poner atención real al estado de nuestro país. Existe una desconfianza,  una desesperanza y hasta un desprecio por los partidos, por los gobernantes y dirigencias políticas realmente profundo. Hasta los políticos respetables por su trayectoria decente y sus ideas son parte de la misma calificación. Hay una indignación nacional, y una crítica abrumadora en los medios sociales. Evidentemente hay mucha razón en esa censura ciudadana  por el comportamiento irresponsable de  muchos gobernantes, funcionarios y dirigentes. No digo todos, porque sería injusto.  Pero sí hay un buen número de políticos de los cuales nos sentimos avergonzados. Claro que si cada costarricense frente a un espejo se mirara su interior y  su conducta individual,  es probable que muchas de esas conductas que censura de los dirigentes y gobernantes se reflejarían y rebotarían contra él. Por eso hay que ser serios y auténticos, y hay que mirar no solo losdefectos en el ojo ajeno sino en nosotros mismos.  El asunto es que cuando en un sistema político se erosiona la legitimación de los gobernantes y de las instituciones,  el problema político que se genera es grave, porque las convicciones políticas  son como la virginidad,  cuando se pierden es imposible recobrarlas naturalmente.

En la encrucijada de hoy,  es fundamental para el país recobrar la confianza de la ciudadanía y la solvencia moral y política de quienes aspiran al poder. No podemos seguir consintiendo que la política sea la única profesión para la cual la preparación resulte innecesaria. El proceso educativo y de formación de cultura política  es muy relevante pero no es para mañana, seguro lo será para pasado mañana. En cambio la trasmisión de mensajes de buenos valores para la población si pudiera ser   un programa viable para el presente.  Sin  embargo lo que puede ayudar a marcar  una inflexión es la construcción de  una nueva forma  de organizarnos como país.  Ya es hora de desorganizar y de sustituir  de manera definitiva lo que no da réditos al bienestar de la gente. Ya es hora de superar la idea  que elegir brutos y corruptos es hacer democracia.  Es el momento de  acabar con las incongruencias de  dirigentes que se esfuerzan desde el poder en  hace imposible lo que es posible,  o de  aquellos que dependen de la lluvia y las tormentas tropicales para crecer en su imagen. Es  imprescindible  por la salud del país desterrar el calificativo como decía Winston Churchill de que el “buen político es aquel que tras haber sido comprado sigue siendo comprable.” Es  una necesidad nacional refundar el país siendo creativos en la construcción de una nueva carta fundamental que nos permita vivir mejor. Una  Constitución que contemple un nuevo espíritu nacional, que renueve la esperanza, que inicie una etapa regenerativa de confianza sostenida, que facilite la recuperación de la legitimidad y de la eficiencia institucional.  El colchón y el tejido de esa  nueva normativa tienen que engendrarse en el marco de una cultura política superior a la cual debemos aspirar. Pero  a su vez esa cultura debe  nutrir la normativa fundamental para que la misma alimente la ejecutoriedad de las reglas aprobadas por el soberano. Es una simbiosis. La cultura alienta las normas en tanto necesidad,  y las normas alimentan la cultura en tanto finalidad. Conscientes de la cultura que tenemos es preciso construir sin miedos la nueva Constitución para recrear la cultura política que deseamos. Ese es el valor agregado de ir a un proceso originario constitucional.   Hay que proponer una salida  en vez de  bostezar o de solo criticar.

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