Columna Cantarrana

Noventas VIII

» Por Fabián Coto Chaves - Escritor

La adolescencia, además de las espinillas y las dilatadas abluciones, constituye el ámbito de lo tribal. Uno se asocia con otros y se desplaza por territorios siempre ajenos, llenos de suspicacias y amenazas. La tribu erige un tótem de rock, en nuestro caso, Soda Stereo y Caifanes, se afirma en un mundo de afectada sensiblería y asume un gesto dudosamente desafiante. 

En otro momento, la identidad fundacional, con una profunda raigambre telúrica, partía del barrio. Los del Asis, los de Taras, los del Molino, los del Carmen. Nosotros, sin embargo, fuimos adolescentes en los 90, en una Cartago donde los referentes espaciales se diluían en los marcos del consumo y el neoliberalismo. 

En nuestro grupo de amigos, por ejemplo, había gente  del “Resi”, de Los Ángeles, de Churuca, de La Lima, del Invu, de La Soledad, del Carmen. Y nuestros rivales, si cabe decir tal cosa, eran los del San Luis. Nos despreciábamos pródiga y recíprocamente. Ellos nos decían “pericos”, debido a nuestro extravagante uniforme color verde botella. Y nosotros les llamábamos “ratones”. 

No faltó, por supuesto, la compañera pusilánime que se ennovió con el mae guapo del San Luis. 

No faltó el roce tenaz en las canchas de básquet ni las imprecaciones severas durante las mejengas de fut. 

Pero lo cierto es que aquella disputa nunca llegó a niveles estridentes. Es más, ni siquiera nos dimos de pichazos. 

Terror, genuino terror nos generaba la visita inoportuna de los maes de la Unidad Pedagógica. Los del San Luis eran, predominantemente, como nosotros. 

Misma clase social. 

Mismos códigos de masculinidad. 

Papás que se saludaban en los restaurantes o en las procesiones o en los desfiles del 15 de septiembre. 

Mamás que rezaban o tejían juntas. 

No sucedía así con los de la Unidad Pedagógica. Esos eran bárbaros. Abyectos. Ruines. Algunos, incluso, vivían en El Dique. O al menos eso se rumoraba. 

Es preciso decir que los de la Unidad Pedagógica solían instalarse en las canchas del CUC. Así fue durante mucho tiempo. Seguramente, bajo el auspicio  de los pinos y las casas abandonadas del antiguo beneficio, comerciaban las ominosas bolsas de cicuta en polvo y los puchos de mota adulterada. Seguramente, también, comerciaban furores y saliva. Pero en eso apareció nuestro cole y la vigilancia de los profes y los pericos pipis, idiotas, y la absoluta ruina de la indiscreción. 

Un día, en el año 95, para el receso de mediodía, llegaron. 

Eran decenas. 

Nos expulsaron de las canchas de básquet y luego nos sitiaron. 

Don Juan, el director, se vio en la necesidad de llamar a la policía. Nuestros compañeros más bravucones insistían en ir a pelear. Mis amigos y yo, que nunca fuimos afectos a tales intercambios, nos hicimos los maes. 

Hace más o menos un año me vacuné en un gimnasio que se encuentra, justamente, donde antes estaban las canchas del CUC. 

Nuestras canchas. 

Hoy, como casi cualquier instalación educativa, es una prisión. Mi nostalgia echa mano de Foucault y usa categorías como “neoliberalismo”. Los de la Unidad Pedagógica, probablemente, opinan que todo se fue a la mierda desde mucho antes, desde que abrieron ese cole de pipis pericos allá por los años noventas.

Los artículos de opinión aquí publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de EL MUNDO. Cualquier persona interesada en publicar un artículo de opinión en este medio puede hacerlo, enviando el texto con nombre completo, foto en PDF de la cédula de identidad por ambos lados y número de teléfono al correo redaccion@elmundo.cr, o elmundocr@gmail.com.

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