Columna Cantarrana

Noventas I

» Por Fabián Coto Chaves - Escritor

Algo ocurrió en la primera mitad de los noventas. 

No sé si la caída de la URSS y la orfandad de las palabras en mayúscula. 

No sé si esa paradójica mezcla de optimismo y desamparo, tan propia de la era Clinton y el mercado bursátil de las pasiones. 

No sé si el Pacto Figueres-Calderón y la resaca de Italia 90. 

No sé si mi tránsito a la adolescencia. 

Lo cierto es que sucedieron cosas extrañas: los liguistas se convirtieron en saprissistas, los mariachis en liberacionistas, los guerrilleros de La Contra en asesores, los socialistas en adeptos a los PAE, los empresarios en rentistas de lánguidos inmuebles y las vacaciones en el Tioga en semanas compartidas del Hotel Fiesta. 

En los bailes escolares empezábamos a ver cómo los predecibles pasos de boogie y las insípidas rutinas de salsa sentimental, lentamente, daban paso al explosivo contoneo raggamuffin. 

Aquellos eran buenos tiempos para ser un camaleón desinhibido y quizás no tan buenos para ser puberto. 

Mary Ann Doane menciona que detrás del deseo de racionalizar y entender el tiempo está el deseo de hacerlo visible. Eso, un poco, pasa con la fotografía: un deseo de registrar y concretizar una comprensión de la realidad, pero también una forma de convertir el tiempo en una cosa. 

Tengo pocas, muy pocas fotos de mi adolescencia en los noventas. Digo “pocas” comparado con la abundancia de fotos que tiene alguien, digamos, unos quince o veinte años menor. 

Quizás por eso el registro de esa época es, predominantemente, sonoro. Una canción de Laura Pausini o de Maná o de Mariah Carey que sonaba en la radio. Una madrugada  que se rompe  por el fragor de un tráiler que baja para la fábrica de cemento o por el aullido temerario de un picón que da vuelta en la esquina. Perros. Guachimanes que tocaban un pito cuyo sonido imitaba  un cuyeo. Un pleito. Un borracho. Más carros. El cepillo eléctrico o la batidora de mi mamá. La tele. Los discos de Nat King Cole de mi papá. 

Ese tipo de cosas… 

Se trata de una época ciega, salvo por algunos pasajes que se resisten inexplicablemente. El rojo y verde de los popis de sandía que comían mis compañeras de cole y mi novia. La imagen desteñida de una jacket de mezclilla. Pantalones de corduroy. La guitarra verde que vendían en Juan Bansbach. La portada de un disco de Caifanes. El pantalón blanco marca Guess de la compañera guapa. El barro morado de las montañas del sur. 

No sé cómo recordarán su adolescencia las personas menores. Quiero decir: las personas que abren su correo electrónico y tienen miles de instantes capturados. Seguramente se les antoja pixelada, dudosa. Como un juego de Atari. Y si la mía hoy me resulta ciega, sospecho que la de ellos debe ser sorda.

Los artículos de opinión aquí publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de EL MUNDO. Cualquier persona interesada en publicar un artículo de opinión en este medio puede hacerlo, enviando el texto con nombre completo, foto en PDF de la cédula de identidad por ambos lados y número de teléfono al correo redaccion@elmundo.cr, o elmundocr@gmail.com.

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