Columna El silencio NO es oro

Norma técnica de aborto terapéutico: el legado abortista de Carlos Alvarado

» Por María Lucía Arias - Estudiante de Economía y Ciencias Actuariales

El pasado miércoles 15 de octubre de este año Costa Rica recuperó el sentido común. El presidente Rodrigo Chaves y la viceministra Mariela Marín firmaron el decreto que cerró el portillo abierto en 2019 y, con su publicación en La Gaceta al día siguiente, el país volvió a lo que siempre dijo el artículo 121 del Código Penal: la excepción existe para salvar a una madre en peligro real e inminente de muerte, no para convertir el deseo en ley ni la ambigüedad en autorización general.

Durante décadas, los colectivos feministas han intentado venderle al mundo una versión elástica y caprichosa de la palabra “salud”, donde cabe absolutamente todo. Si te incomoda el embarazo, aborto. Si te atrasa la carrera, aborto. Si te da miedo engordar o perder viajes, aborto. Si el papá no se quiere hacer cargo, aborto. Si el bebé viene con síndrome de Down, aborto. Si querías niño y te salió niña, aborto. Así, la salud dejó de ser un concepto médico y se volvió un comodín para borrar cualquier consecuencia humana del libertinaje.

La Organización Mundial de la Salud tiene una joya de definición que parece sacada de un taller de autoayuda: “La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”. Completo. Bienestar. Social. O sea, según la OMS, si te duele la cabeza, discutís con tu pareja o no te suben el salario, técnicamente estás enfermo. Bajo ese estándar, el planeta entero necesita hospitalización inmediata.

El problema no es solo semántico, es político. Una definición tan inflada convierte cualquier malestar, frustración o carencia en “problema de salud” y le da al Estado el permiso para entrometerse en todo: tu economía, tus emociones, tus decisiones privadas. Si “salud” es bienestar absoluto, entonces todo es política sanitaria, todo es subsidio, todo es intervención. Y en temas como el aborto, la definición es dinamita: basta con sentirse incómoda, triste o insegura para que se invoque “la salud mental” y se convierta una excepción médica en licencia general.

La salud, para efectos de ley, no puede ser un poema. Tiene que ser un concepto clínico, concreto, medible. Riesgo real, daño funcional, peligro inminente. Lo demás es pseudociencia con estetoscopio. Cuando las palabras se inflan, la ética se desinfla; y bajo esta lógica, la OMS no definió la salud, definió la excusa perfecta para justificar cualquier cosa en nombre del bienestar. Pero ignoran algo que cualquiera entiende al ver una ecografía: en un embarazo hay dos pacientes y la medicina tiene el deber de intentar salvar a ambos. Cuando la vida de la madre corre riesgo y no hay otro camino, la ley permite actuar. Cuando no, lo honesto es cuidar, acompañar y hacerse cargo. Eso es civilización.

Antes de 2019, el artículo 121 era un faro sin mapa: se podía actuar solo ante peligro real para la madre y sin otra salida, pero cada hospital improvisaba su propia partitura. Llegó el gobierno de Carlos Alvarado con la promesa de “seguridad jurídica” y terminó regalando barra libre: estiró “salud” como chicle, puso cronómetros a las juntas médicas y convirtió en protocolo lo que exige criterio clínico. El Ministerio de Salud, en ese momento dirigido por Daniel Salas, llamó “progreso” a permitir matar por bienestar. En la práctica, la excepción se volvió coladero.

El cambio de este año corrige el rumbo con tres anclas. Primero, el estándar vuelve a ser el que manda la ley penal: solo cuando la vida de la mujer esté en peligro real e inminente. Segundo, se reafirma el deber de salvar ambas vidas cuando sea clínicamente posible y se exige agotar alternativas terapéuticas antes de considerar la terminación. Tercero, sale del radar la “inviabilidad fetal” y el comodín de la “salud” como causales autónomas que, en 2019, funcionaron como puerta giratoria. En palabras simples: se cerró el portillo que convertía una excepción médica en permiso general.

Y sí, hacía falta. Un marco así no protege a las mujeres; las expone a la presión de terceros, a decisiones apuradas y a un sistema que les ofrece la salida más barata en lugar del apoyo más humano. Ordenar la casa es un acto de honestidad jurídica y de protección real de pacientes y equipos de salud.

¿Y qué sigue? Transparencia absoluta. Que los hospitales actúen con criterios claros y revisiones honestas, no con consignas políticas. Que la protección a la madre sea real: atención oportuna, profesionales competentes y acompañamiento humano, no ideológico. Que los cuidados perinatales y paliativos dejen de ser discurso y se conviertan en práctica de empatía. Y que existan redes verdaderas (familiares, comunitarias, solidarias) que sostengan a quien decide continuar. Eso, y no un aborto envuelto en eufemismos, es estar del lado de la mujer.

También hace falta higiene jurídica. La derogatoria del decreto 42113-S dejó sin vigencia el esquema anterior, así que corresponde blindar la coherencia con el artículo 121 para que ningún reglamento inferior vuelva a diluir la excepción penal. El país merece estabilidad, no péndulos que cambian según la consigna del día.

A los que repiten “retroceso”, les recuerdo un detallito: aquí nunca existió un “derecho” a abortar por conveniencia. Existió una excepción médica para salvar vidas, no una licencia para eliminarlas. Y ya que insisten con la consigna de “aborto legal, seguro y gratuito”, vale aclarar lo obvio: nada que implique terminar una vida es “seguro”, menos aún para quien no puede defenderse; nada que destruye al más vulnerable puede llamarse “derecho”; y nada que exige que otros lo paguen con sus impuestos es verdaderamente “gratuito”. Esa consigna no es un reclamo de justicia, es un eslogan de impunidad.

Por supuesto, los zurdos argumentan que “se está atentando contra la progresividad de los derechos”; pero a esos mismos les contesto: qué evidente se hace el odio, el desprecio y la deshumanización que sienten hacia los no nacidos. Porque esto es progresividad de los derechos: extenderlos a los más vulnerables, a quienes no tienen voz ni medios para defenderse, es el verdadero avance moral de una sociedad que presume de ser justa e inclusiva.

Que se escandalicen si quieren. La verdad es terca: la vida comienza en la concepción y merece tutela. El discurso feminista de moda la rebaja a obstáculo, trata al hijo como un objeto descartable y a la mujer como una consumidora de “soluciones” rápidas. Y eso simplemente NO debería ser así. La compasión verdadera acompaña, apoya, construye redes, salva cuando puede y solo cede ante lo inevitable: el riesgo real e inminente de muerte materna, sin alternativas.

Este decreto no es un retroceso, es una brújula que vuelve a apuntar hacia lo esencial: la vida. Traza límites que la ideología quiso borrar, protege a la mujer cuando realmente está en riesgo y devuelve dignidad al hijo que late en su vientre. Costa Rica no escogió la crueldad envuelta en discursos de progreso, escogió el valor de llamar las cosas por su nombre. La vida no es un capricho, es un deber moral y jurídico. Y la ley, por fin, vuelve a hablar con verdad. Porque no toda necesidad genera un derecho, y cuando todo se vuelve derecho, nada tiene valor.

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