No ha pasado un solo día. Un solo día. Un maldito día desde que leí la noticia del niño que murió arrollado por el tren en las inmediaciones del Liceo de Costa Rica, en el que vaya hacia al colegio triste y pensativo. No dejo de pensar en sus padres, amigos y profesores; no dejo de pensar si se pudo hacer algo más, si se pudo evitar, si hubieron señales o disparadores que pudieran alertarnos. No dejo de pensar si nuestros esfuerzos como profesores son suficientes ¿de qué sirve tanto planeamiento didáctico, rúbricas de evaluación y cambios en la política educativa, si aún no somos lo suficientemente humanos para ver el dolor en el otro? ¿De qué sirven las capacitaciones, los títulos y nuestros conocimientos si somos incapaces de detectar el sufrimiento del otro?
No, con esto no estoy diciendo que los docentes son culpables, ni más faltaba. Pero compañeros, ¿dónde estamos y que estamos haciendo cuando esto sucede a diario y en nuestras narices?
No dejo también de verme en un espejo y pensar que yo pude ser ese niño. No dejo de verme reflejado en él. La respiración se me corta cuando recuerdo mis primeros años en la escuela y en colegio: años difíciles. Duros. Lleno de complejos. Lleno de temor. Lleno de vergüenza. Nunca entendí porque me sentía así, porqué me trataban así: playito, corré bien, hablá como hombre, afeminado, loca, mariquita, llorón, caminá bien, nenita y tantos epítetos más que recibí por mi “particular” forma de ser. Corrí mejor suerte, conocí amigos que estuvieron conmigo, compañeros que se llegaron a sentar a mi lado cuando nadie quería hacer trabajos conmigo. Aún les recuerdo con cariño, ellos quizá me salvaron de una suerte de estas. Me salvaron de tener que demostrar mi hombría y masculinidad golpeando o humillando a otro.
Hoy me veo desde dentro. El tiempo y las circunstancias me hicieron más fuerte, pero recuerdo con tristeza esos años en los que lloraba y temblaba de temor por ir a la escuela; hoy, no dejo de pensar en las ocasiones en las que quizá he contribuido o he dejado pasar las “agresiones blandas”, porque sí, “porque así son los güilas”. No dejo de pensar en mis estudiantes y los errores que cometo a diario, en las veces que por el trajín diario he dejado pasar agresiones que me parecen insignificantes pero que calan en la vida de mis estudiantes. Hoy no dejo, ni dejaré de verme en la sonrisa de ese adolescente de 13 años que solo buscaba aprobación, pero se encontró la muerte de frente.
Cuánto de esto, inclusive de lo que estamos viviendo en esta coyuntura nacional, se solucionaría escuchándonos, abrazándonos y aceptándonos tal cual. Perdamos el temor a expresar afecto a nuestros semejantes porque “que playo me veo”, a mis amigos que sé que sufren en silencio por no sentirse aceptados, en donde sea los abrazo, los beso y los acepto. Porque sí, porque el último mandamiento de aquel loco del Medio Oriente fue “amanse los unos a los otros”.
Por favor, como un suplicio que sale de mi alma les pido: aceptémonos, escuchémonos y abracémonos. Esto puede salvar una vida, hoy vos podés salvar una vida. Iniciemos una campaña a nivel nacional de afecto con nuestro prójimo. Porque sí, porque lo valen, porque lo valemos.
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