Los que predican amor y diversidad, hoy aplauden la muerte de un disidente

La muerte nunca debería ser un motivo de celebración, y sin embargo, la partida de Charlie Kirk ha puesto de manifiesto una de las peores caras de la política contemporánea: la incapacidad de algunos sectores para reconocer la humanidad del adversario. Resulta profundamente doloroso y a la vez alarmante ver cómo en ciertos espacios vinculados con la izquierda ideológica su fallecimiento fue recibido con burlas, chistes y hasta con gestos de júbilo, como si la vida de un hombre pudiera reducirse a un conjunto de opiniones políticas.

Charlie Kirk no era solo un nombre asociado al debate público en Estados Unidos. Era un esposo y padre de dos hijos pequeños, una familia que hoy enfrenta un vacío imposible de llenar. Quienes celebran su muerte parecen olvidar que detrás de cada figura pública existe un núcleo íntimo, una mesa donde ahora falta una silla, unos niños que crecerán sin la guía de su padre y una esposa que debe enfrentar la viudez en plena juventud. Despreciar ese dolor para alimentar una agenda política no solo es inhumano: es una prueba de la degradación moral a la que nos conduce la polarización ideológica sin límites.

La izquierda que se proclama defensora de la justicia social y de la dignidad humana pierde toda autoridad moral cuando se regodea en la muerte de un adversario. Porque la dignidad no se reparte por colores políticos ni por afinidades ideológicas: se respeta en todos, incluso en aquellos con quienes se discrepa profundamente. Convertir la tragedia de una familia en espectáculo, trivializar la muerte de un padre de familia solo porque sus ideas resultaban incómodas, es una forma de violencia simbólica que erosiona el tejido democrático.

Quienes aplauden esta muerte olvidan que la democracia no es unanimidad, sino pluralidad; que no se trata de eliminar al contrario, sino de confrontar sus ideas con mejores argumentos. Cuando la oposición política se transforma en odio que celebra la desgracia del otro, ya no estamos en el terreno del debate democrático, sino en la barbarie. No es posible construir una sociedad libre si se normaliza la deshumanización de quienes piensan distinto.

La muerte de Charlie Kirk debería ser, más allá de las pasiones políticas, una ocasión para detenernos a reflexionar: ¿qué nos queda como sociedad si perdemos la capacidad de reconocer el dolor de una esposa y de dos hijos por encima de cualquier disputa ideológica? No se trata de coincidir con él, no se trata de admirar su legado, se trata de recordar que la vida es sagrada y que el respeto al duelo ajeno es el mínimo común ético que debería unirnos.

Por eso, resulta particularmente preocupante que aquellos que se presentan como abanderados de la tolerancia y la inclusión sean los mismos que aplauden la tragedia de una familia. Esa contradicción desnuda una hipocresía peligrosa: exigir respeto mientras se practica la crueldad contra el otro. La verdadera prueba de la coherencia política no está en cómo tratamos a los aliados, sino en cómo reaccionamos ante la desgracia de quienes nos adversan.

Charlie Kirk ya no está. Sus opiniones y debates quedarán en la historia pública, sujetos a la crítica y al análisis. Pero su ausencia deja una herida real en una familia que no merece cargar además con la burla y el desprecio. A quienes hoy celebran su partida habría que recordarles que la muerte no distingue ideologías y que todos, tarde o temprano, enfrentaremos la misma fragilidad. Lo que sí podemos elegir es si nuestra reacción ante ese misterio universal será la compasión o la barbarie.

Si de verdad queremos una sociedad democrática, justa y humana, debemos aprender a respetar la vida y la muerte de todos, incluso de quienes piensan distinto. Celebrar la tragedia de un hombre y la orfandad de dos hijos no nos hace más libres ni más justos: nos hace más crueles. Y la crueldad jamás podrá ser la base de la democracia.

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