Libertad de expresión: un derecho que termina cuando entra en juego el capital

» Por Deisler Alpízar Mora - Estudiante de Economía, Universidad Nacional Costa Rica

En los últimos meses, el país ha atravesado un proceso de revisión y reordenamiento del uso del espectro radioeléctrico, un recurso público administrado por el Estado y que incluye las frecuencias utilizadas por estaciones de radio, televisión y servicios de telecomunicaciones. Esto ha generado atención pública debido al cierre de varias cadenas de radio que operaban desde hace décadas.

El problema radica en que, tras auditorías y evaluaciones recientes, el Estado determinó que diversas concesiones de radiofrecuencias no cumplían con requisitos legales o administrativos, ya sea por vencimiento de permisos, falta de renovación adecuada, incumplimientos en el pago de cánones o situaciones en las que las frecuencias eran operadas bajo condiciones consideradas irregulares. Ante esto, el Ministerio de Ciencia, Innovación, Tecnología y Telecomunicaciones (MICITT), junto con la Superintendencia de Telecomunicaciones (SUTEL), inició un proceso de recuperación y ordenamiento de dichas frecuencias.

Estas medidas han generado un debate nacional. Por un lado, se argumenta que el reordenamiento es necesario para garantizar un uso legal, transparente y eficiente del espectro. Por otro, algunas empresas y sectores consideran que el proceso ha sido abrupto y podría afectar la pluralidad mediática y la libertad de expresión.

Cuando se habla de libertad de expresión, es importante reconocer que existe una línea delgada entre el ejercicio del derecho y las condiciones materiales que lo rodean. La libertad de expresión es, por definición, un derecho, pero no implica el acceso garantizado a un medio para difundir lo que se quiere decir. Todos pueden expresar su opinión; lo que no significa es que todos tengan derecho a contar con una plataforma, emisora o canal para hacerlo. Puede sonar fuerte, pero así funcionan los derechos legítimos.

Los derechos legítimos o también llamados “derechos negativos” se caracterizan porque no obligan a un tercero a actuar, sino a abstenerse de interferir. Tengo derecho a la vida, y eso exige que otros se abstengan de quitarme la vida; tengo derecho al libre tránsito, y eso implica que nadie debe impedirme moverme. De igual forma, la libertad de expresión exige que nadie me silencie, pero no obliga a proveerme un medio para comunicarme. Su protección radica en la no interferencia, no en la garantía de acceso a recursos o infraestructura.

Sin embargo, cuando se toman en cuenta los medios necesarios para ejercer la libertad de expresión, el derecho deja de ser estrictamente “negativo” y se acerca a lo que se denomina un “derecho positivo”, porque implica la existencia de recursos y capital. Aquí surge un problema: si se afirma que una persona tiene derecho a acceder a algo que requiere inversión, infraestructura o financiamiento, entonces se está obligando al Estado a proveerlo. Y el Estado solo puede hacerlo mediante la redistribución forzosa de recursos, es decir, tomando capital de unos para transferirlo a otros, vía impuestos.

En última instancia, un derecho positivo exige una acción concreta por parte del Estado que solo puede efectuarse mediante la apropiación coactiva del trabajo ajeno. Por eso, cuando un derecho depende de recursos materiales, deja de ser una simple garantía de no interferencia y pasa a convertirse en una obligación que recae sobre terceros.

Por otra parte, cuando hablamos de radiofrecuencias nos referimos a un medio que, en términos relativos, hoy es mucho menos utilizado que otras formas de comunicación. Las emisoras tradicionales han sido desplazadas casi por completo por nuevas tecnologías, especialmente por las redes sociales. Por eso, afirmar que la desaparición de algunas radios implica una amenaza directa a la libertad de expresión es una falacia. Al fin y al cabo, se trata solo de uno entre muchos medios disponibles, y actualmente es uno de los más minoritarios.

Por lo que, en última instancia de lo que estamos hablando es de una actividad económica, la cual su demanda es cada vez más cercana a la inexistencia. Por tanto, la única manera en que estas sigan en funcionamiento es prácticamente mediante subsidios estatales, los cuales como ya sabemos, los paga el contribuyente con más impuestos.

Oponerse al avance tecnológico y a lo que el gran economista Joseph Schumpeter llamó “destrucción creativa” es una postura recurrente desde la Revolución Industrial. Sin embargo, pensar de esa manera es una contradicción: nos gusta disfrutar de los beneficios del progreso, pero no los costos que genera. Hoy millones usan Gmail, olvidando que su aparición dejó sin trabajo a miles de carteros; lo mismo ocurrió cuando los automóviles desplazaron a los fabricantes de carretas y a los adiestradores de caballos. La historia está llena de ejemplos similares. Aun así, estos cambios son necesarios si queremos mejorar nuestra calidad de vida y facilitar el acceso a bienes y servicios.

En síntesis, defender a las emisoras de radio no equivale a defender la libertad de expresión, porque este derecho no depende de la existencia de un medio específico. Lo que realmente se protege es una actividad económica cuya demanda ha disminuido y cuyo sostenimiento responde más a un deseo de conservación que a una necesidad social. Y mantener artificialmente un sector en declive no es gratuito: en última instancia, alguien debe asumir ese costo, y ese alguien es el contribuyente.

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