Nunca he creído que la vida sea fácil. De hecho, como padre, he tratado de inculcarles eso a mis hijos e hijas: la vida es dura. Es linda, sí, pero también es dura. Yo, por ejemplo, trabajo desde los quince años. Es cierto que, como mucha otra gente, pude haber estudiado. Es decir, mis papás me ofrecieron facilidades para hacerlo, pero lo cierto es que yo decidí trabajar. Y desde entonces la vida de trabajo ha sido, a veces bonita, y otras veces muy dura.
Para la mayoría de las personas, sin embargo, la dureza de la vida empieza un poco más tarde. A los veintitantos o a los treintitantos. Cuando vienen las cuentas y las hipotecas y las facturas y todo tipo de gastos. Y cuando vienen, también, los despidos y los jefes que nos tratan mal. El colegio, por el contrario, es la época donde empezamos a ser un poquito más libres. Seguimos, en el mejor de los casos, bajo el cobijo de nuestros padres, pero empezamos poco a poco hacer nuestra vida.
Vamos a fiestas o a bailes. Salimos a comprar helados o hamburguesas. Hacemos algún deporte. Nos enamoramos. Cosas por el estilo.
El colegio es, además, una época para vacilar y hasta para discutir o tener diferencias con nuestros compañeros y amigos. Es algo normal.
Pero lo que no es normal o, al menos, no debería ser considerado normal es que una niña de doce años llegue llena de ilusión en sus primeras semanas de colegio y que otra estudiante significativamente mayor la agarre a pescozones y la tire al piso y la siga pescoceando sin misericordia.
Y eso, justamente, le pasó a mi hija el viernes pasado.
Las autoridades educativas y los medios de comunicación se llenan la boca con programas contra el bullying y el abuso. Ministros, burócratas y directores hablan de la necesidad luchar contra la violencia y prevenir las agresiones. Pero la realidad es que nuestros hijos e hijas están, predominantemente, desprotegidos en los centros educativos.
Y no lo digo solo porque mi hija haya sido violentada de forma cruel, cobarde e inhumana. Lo digo porque hoy los docentes no tienen poder en las aulas. No pueden disciplinar a los estudiantes.
El regreso a la presencialidad, el regreso a clases ha sido un caos. En el colegio donde agredieron a mi hija hay, por lo menos, catorce séptimos con un montón de alumnos cada uno. ¿Qué posibilidad de protección tiene una niña en medio de ese mar de gente? ¿Qué posibilidades tienen los orientadores y los profesores para cerciorarse de que ninguno de los estudiantes está siendo víctima de abusos y agresiones?
A mí hija la filmaron mientras la golpeaban y la sometían a la salida del colegio Vicente Lachner Sandoval en Cartago. Interpusimos, como corresponde, una denuncia ante el Tribunal Penal Juvenil y también hicimos las gestiones correspondientes ante las autoridades del colegio.
¿Qué va a pasar?
No lo sabemos.
En este país, según parece, las leyes solo se aplican cuando se trata de cobrarnos impuestos o robarnos nuestros recursos. Cuando se trata de defendernos, cuando se trata de defender a los más vulnerables, la ley se pone lerda, perezosa.
Tal vez usted que está leyendo este artículo es uno de esos padres o esas madres cuyos hijos asisten a una escuela o colegio público. Yo no quiero que a mi hija ni a la suya la pescoceen salvajamente y luego la expongan en videos que se comparten y se consumen en diferentes plataformas.
Nuestra sociedad está enferma. Somos un país enfermo. Y nuestras instituciones educativas son el mejor ejemplo.
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