La saudade del político de barrio

Hay una palabra portuguesa que no tiene traducción exacta, pero que se siente con una melancolía visceral: saudade. Es la nostalgia que se aferra al pecho, un anhelo por algo que se fue, que quizás nunca vuelva, pero que dejó una huella que aún arde. Hoy, siento una saudade política. Una saudade profunda por ese político de antaño, de barrio, de lucha diaria y botas sucias. El que conocía el nombre de cada vecino, no porque lo necesitara para las elecciones, sino porque su historia estaba entrelazada con la del barrio.

Recuerdo con claridad —como si fuera ayer— a ese político que subía cuestas con carpeta bajo el brazo, que se reunía en la sala de la casa de doña Rosa o bajo el corredor de don Guillermo para hablar de cómo gestionar el presupuesto participativo para reparar una acera o entubar un caño. No buscaban cámaras. No existían selfies ni redes sociales. Existía el deber.

Hoy, esa figura parece un fósil cívico, reemplazada por bustos decorativos que aparecen cada cuatro años vestidos de banderas que no sudan ni sienten. Candidatos de catálogo, hechos en serie, que no conocen la historia de sus comunidades pero sí los algoritmos del marketing electoral. Gente que salta de una ideología a otra como quien cambia de camisa según sople el viento y eso no está mal si se hace con propósito como yo mismo lo he hecho , pero lo malo es que a muchos sin importarles más que la foto, la consigna prefabricada y el asiento caliente que les espera en una curul o en un concejo.

¿Dónde quedaron los que se formaban desde abajo? Los que pasaban de líderes comunales a síndicos, de síndicos a regidores, y de ahí —si el pueblo lo permitía— a diputados con historia viva. Esa carrera de resistencia ha sido sustituida por el atajo de los oportunistas. Hoy es más común ver a un influencer en la papeleta que a un luchador de distrito. Es más fácil obtener un aval partidario que una hoja de vida de trabajo comunitario.

La saudade política no es solo un lamento. Es un grito. Es la añoranza de una política con alma. De una política que no se hacía para los medios, sino para el bien común. Una política de conversación de corredor, de caminatas en calle de tierra, de expedientes tramitados con pasión en la municipalidad aunque nadie lo notara. Una política con olor a café chorreado y reuniones vecinales, donde la prioridad era resolver, no figurar.

Necesitamos volver al político con barro en los zapatos. Al que entiende que una acera no es menor si permite que una señora mayor llegue segura a su casa. Al que sabe que un caño tapado puede ser una tragedia si llueve fuerte. Al que no necesita un dron para conocer el cantón porque lo ha caminado todo. Ese político no está extinto. Lo han desplazado, sí, pero aún vive en algunos rincones, resistiendo entre el cinismo y la desmemoria colectiva.

Ojalá esta saudade sirva de espejo. Porque mientras sigamos eligiendo al que promete desde el aire sin haber pisado tierra, seguiremos llorando por la política perdida. Y quizá, algún día, dejemos de extrañarla y empecemos a reconstruirla. Desde los barrios. Desde la dignidad. Desde abajo.

Los artículos de opinión aquí publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de EL MUNDO. Cualquier persona interesada en publicar un artículo de opinión en este medio puede hacerlo, enviando el texto con nombre completo, foto en PDF de la cédula de identidad por ambos lados y número de teléfono al correo redaccion@nuevo.elmundo.cr, o elmundocr@gmail.com.

Últimas noticias

Te puede interesar...

Últimas noticias