Después del 48, Costa Rica fue reconstruida por hombres y mujeres que, en lo bueno y en lo malo, se habían formado en la guerra y las carestías. La fuerza de aquellos hombres y mujeres radicaba, precisamente, en su extraordinaria capacidad de maniobrar en contextos de crisis. En medio de la Guerra Fría y las guerrillas centroamericanas, intentaron encontrar formas de superar la dramática complejidad de las amenazas que se cernían sobre el país. Y lo lograron: Costa Rica, bien o mal, fue el único país de este tanque séptico geográfico al que llamamos Centroamérica que mantuvo sus instituciones democráticas y alcanzó altos índices de desarrollo.
Pero bueno, más allá de los pormenores etarios y cronológicos, no es un secreto que esas gentes de primera mitad de siglo XX fueran sustituidas por una generación de narcisistas, blandengues, que, por si fuera poco, tuvieron hijos que ahora aspiran a gobernar (sin experiencia) un país al borde del despeñadero. Lo que quedó de ellos (que habían resistido con dignidad y madurez, incluso, los embates de la crisis de Carazo) no fue capaz de resistir el proceso de la globalización. Es decir, sucedió lo mismo que con esas casonas de Cartago, ahora extintas, que soportaron el terremoto de 1910 y que, sin embargo, cayeron vencidas por el cambio de siglo y la especulación inmobiliaria.
Desde Ernst Bloch y Mircea Eliade sabemos que la izquierda, en buena medida, ha estado permeada de mitos salvíficos de carácter mesiánico. Mitos que, por lo demás, se basan en una suerte de santificación de la juventud como categoría social. Pero lo cierto es que ser joven dista mucho de ser un mérito: apenas es una cicatriz parecida al ombligo.
Los “jóvenes” que, como Carlos Alvarado, hoy pretenden asumir el liderazgo político, a diferencia de los hombres y mujeres que reconstruyeron el país después del 48, se formaron en las confortables luchas contra los procesos de globalización. Hablamos, pues, de esa lucha sexy, tipo ATTACK, Combo del ICE, No al TLC o cualquiera de esos sucedáneos de Occupy Wall Street o Indignados, cuya agenda no pasa de abogar por la recuperación de un mundo a lo Alianza para el Progreso. Eran luchadores que padecían un vicio de origen atroz: la ignorancia de que el mundo se había beneficiado de la caída de las barreras comerciales. Hoy está más que claro que los pobres actuales son menos pobres que los pobres de hace treinta años.
Francesco Cataluccio decía que buena parte de lo que queda del progresismo es inmaduro y está sofocado por la nostalgia. Desde que la lucha política terminó convertida en riña mediática, hasta la izquierda se sumó a la política farandulera y renunció (salvo por los aspectos rituales) a hablar de reformas concretas. Basta un hecho para demostrar que eso también sucede en nuestro país: todos los candidatos que se dicen progresistas asistieron a Burger King y, solamente, dos de los candidatos más conservadores (Desanti y el Dr. Hernández) declinaron la dichosa invitación que formularon esos dos organismos que responden al mote de Yiyo y Choché, respectivamente.
A escala mundial, la banalización de la política llega a niveles tan escandalosos que un tipo como Justin Trudeau, desde cierta perspectiva mediática, constituye en líder progresista, sencillamente, porque asiste al gay pride y opina de modo cool respecto a los problemas migratorios que ocurren a nueve mil kilómetros de su frontera. Lo que no resulta tan evidente es que Trudeau y un energúmeno como Trump operan bajo un mismo patrón: no tienen experiencia y su popularidad se fundamenta en un perfomance de redes sociales. Y bueno, si Trump destruye las praderas de los Sioux y los búfalos de Dakota, las mineras canadienses siguen despedazando los ecosistemas hídricos del continente.
En nuestro país, de repente, no estamos tan lejos de esas curiosas paradojas: tenemos un candidato oficialista que proviene de un gobierno irresponsable desde el punto de vista fiscal; un gobierno que ha sido brutalmente canalla en el tema ambiental; un gobierno que impulsó una incoherente política de proteccionismo en productos como el aguacate o el arroz; un gobierno que cooptó diversos foros de movilización ciudadana; un gobierno cuyo partido fue condenado por estafa; un gobierno donde desaparecieron un banco estatal; un gobierno absolutamente encementado; y, al parecer, eso no obsta para que dicho candidato se perfile como una alternativa verdaderamente plausible.
Con todo, Carlos Alvarado es a Justin Trudeau lo que la tapa de dulce es a la miel de maple. Y mal que les pese a muchos, lo más parecido a un Trudeau que hemos tenido en Costa Rica, en definitiva, fue electo presidente hace veinticuatro años, era hijo de un caudillo y fue derrotado en una convención interna por un tipo que salió en la portada en Revista Perfil.
Para los primeros medievales, cerca del siglo V, la desidia era el mayor pecado. Se trataba de un pecado contra la magnanimidad: o sea, aquel que había perdido la aspiración por la grandeza de la vida y había caído rendido ante la pereza del demonio de mediodía. Yo creo que Costa Rica, al menos desde que los babyboomers convirtieron un país próspero y limpio en una cloaca infestada de narcos y desempleados, está sumida en una desidia espantosa. Día a día nos levantamos y creemos que todo va a estar bien; que acá no pasa nasa; que no importa si un ignorante fundamentalista o un vicemocoso queda presidente.
Ciertamente estamos ante una situación límite e, inevitablemente, trágica. Pero tal vez no todo es tan requete malo. Y lo digo yo, que soy tan fatalista que sería capaz de apagar el interruptor de los arcoíris y agarrar a tiros un yigüirro que trina en la mañana. El asunto es que las situaciones trágicas surgen en momentos en los cuales todas las estructuras, todas las seguridades, se rompen. Es decir, se trata de una tragedia y, al mismo tiempo, de un abanico de posibilidades.
Hoy quisiera pensar que, en última instancia, el escepticismo del electorado podría ser un elemento a favor de la democracia. Pero, como dice el meme, cuando veo que la segunda ronda perfectamente podría ser un duelo de karaokes entre los dos Alvarado, se me pasa.
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