No me cabe duda de que, por un lado, tiene que ver con las transformaciones en el mundo del trabajo: la gente pasa más tiempo en la oficina y en las presas que en el propio hogar. Y no me cabe duda de que, también, tiene que ver con el lento atenuamiento de las amas de casa.
Lo cierto es que pasamos de una espiritualidad barroca y exquisitamente kitsh a un desalmado minimalismo.
Sí, ya no hay adornos.
La gente no tiene adornos más allá de floreros asépticos con espigas metálicas de aspecto maligno, que bien podrían sacarle un ojo a los incautos. En los hogares más cultos, de repente, hay una serigrafía de César Valverde y, si los ingresos lo permiten, una de Rafa Fernández. A lo mejor un afiche de alguna película famosa o un disco o la pintura de un artista emergente. Un estante con libros de fotografía o de arte. ¡Y listo!
Dicho de otro modo: hoy somos tan narcisistas que convertimos la sala de la choza en una versión más o menos pública de nuestro cuarto de soltero.
De niño yo era bien tequioso, bien inquieto. Y siempre, siempre traveseaba los adornos de las casas que visitábamos. A fuerza de pellizcos y torcidas de ojos acabé desarrollando toda una taxonomía de señoras incómodas.
Que doña Xinia sí deja jugar con tal cosa.
Que doña Sonia es muy estricta con tal otra.
Que donde fulanita, solo con los adornos del baño…
Y es que uno, no sé por qué, se ensañaba con determinados objetos. Era, si se quiere, una suerte de arrebato compulsivo. Capaz y el hijo de la señora te decía “Vení a mi cuarto, acá tengo un He Man real y un Luke Skywalker que escupe bubbaloos cada vez que le majás un dedo del pie”. O te decían: “Vamos al patio, mi papá me compró a Evaristo Coronado y a Medford para que jugara liguitas con ellos”.
Y uno se mostraba apático, impasible e inexplicablemente ignoraba la propuesta y, en su lugar, prefería jugar con una miserable rana de cerámica que, por si fuera poco, tenían el ojo despintado y una papada a medio camino entre Carlos Alvarado y Luis Alberto Monge.
Las mamás insistían: “Andá, andá, jugá, andá, en el patio también tienen a Berny Ulloa para que les pite en jupitas”. Y uno, como si nada… Absorto con Luis Alberto Monge y Carlos Alvarado y el cenicero de Guatemala y la pirámide del Sol y los angelitos de cristal falso y la campana estridente y el grillo de bronce y la pagana estatuilla de un buda que, a despecho de la Santa Cena y la Virgen de Los Ángeles, llevaba suerte y prosperidad a la familia anfitriona.
Más de una vez salí bien cascareado y no dudo que, más de una vez, mi mamá tuvo que abstenerse de ir a casa de alguna de sus amigas. O peor aún: de fijo, más de una vez, no la invitaron a alguna reunión, a algún café o a algún rezo, sencillamente, para proteger a Carlos Alvarado y a Luis Alberto Monge de mí.
Michel de Certeau decía que las fachadas de las casas constituyen ofrendas a lo público. Las salas de la casa, al menos hasta hace un tiempo, eran algo similar pero en un contexto de relativa intimidad. Es decir, estaban concebidas para las visitas. Y los adornos, naturalmente, estaban concebidos para agradar a las visitas.
Hoy, ya se sabe, casi no nos visitamos ni recibimos visitas. Y la noción de “el otro” acabó reducida a un límite de riesgo. No sé si sea nostalgia o que los cuarenta me siguen pegando abajo, pero a veces me dan ganas de salir a buscar algún Almacen El Rey donde pueda comprar un Carlos Alvarado o un Luis Alberto Monge para ponerlo en la sala de mi casa, a la par del radio, e invitar a medio Cartago a tomar café para que mi piropeen los adornos.
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