Erick Hobsbawm plantea, de manera particularmente certera, la diferencia entre el siglo XX cronológico y el siglo XX histórico. En cuanto a este último, el historiador británico lo hace coincidir con el periodo que va del ascenso de los bolcheviques en 1917 a la caída de la U.R.S.S. en 1991. O sea, eso que muchos autores, casi a modo de broma, denominan “socialismo real”: acaso como un reconocimiento de que el socialismo, ya de por sí, constituye una entelequia y que por eso, para referirse a él, indefectiblemente, es necesario agregarle un calificativo u operador de verosimilitud.
Cabe decir que no estamos seguros respecto a cuando inicia el siglo XXI histórico. Pero si convenimos en que, así como el XX fue el siglo del socialismo real, el XXI será el de la inteligencia artificial, entonces, surgen algunas posibles fechas para situar sus comienzos. Una de ellas, la más consensuada, la derrota en 1997 de Kaspárov frente a Deeper Blue, la supercomputadora fabricada por IBM.
El ajedrecista ruso era ya una celebridad de finales de la Guerra Fría. Había vencido a otras máquinas: a la Deep Thought en 1989, mientras El Muro caía a pedazos, y la Deep Blue en 1996, mientras el mundo sucumbía eufórico a la clonación de Dolly. Uno escuchaba aquel nombre, Garri Kaspárov, e imaginaba una suerte de eremita tolstoiano con una barba blanca y una redonda cabeza desnuda. Pero no, era un muchacho apuesto de poco más de treinta años que se llevaba las manos al mentón o a la cabeza con gesto solemne.
El siglo XXI, así, podría figurar bajo el dudoso auspicio del mito de Pandora, con una máquina que pudo vencer, finalmente, al mejor ajedrecista del planeta: una maravilla técnica salida de una caja y que esparciría, como decía Hesíodo, dolores y males entre los hombres.
Pero a nuestra generación, que creció con Mazinger y Voltron, no le aterraba tantísimo los avances técnicos. Éramos muy distintos a la generación que se horrorizó con la carne quemada de los japoneses de Hiroshima y Nagasaki y que, a lo largo de la Guerra Fría, sintió auténtico miedo ante la posibilidad de una guerra nuclear.
O al menos así sucedió hasta bien entradito el siglo. Porque, luego, caeríamos en cuenta de que picardías como Siri o Alexa, en definitiva, amenazaban seriamente los escasos remanentes de un mundo en el que bastaba usar Excel y saber inglés para tener un brete, más o menos, decente.
Hoy leemos noticias acerca de despidos masivos en las compañías de las nuevas tecnologías. Asistimos, además, a un acelerado proceso de automatización y a una reducción furiosa de alternativas laborales para montones de personas. Y mi generación, la de los adolescentes que vieron fracasar a Kaspárov en 1997, la de los veinteañeros que bretearon en Sportsbooks para irse a mochilear a Europa o comprarse carro, de repente, avanza peligrosamente por sus cuarenta y cortos mientras los cajeros de Walmart son sustituidos por computadoras.
Es, claramente, una batalla perdida. Y sino que lo digan los luditas de inicios de siglo XIX que intentaron, a toda costa, destruir las máquinas de la industria textil. Es más, el mismo Robert Oppenheimer anotó en su diario: “Cuando ves algo técnicamente atractivo, seguís adelante y lo hacés; solo una vez logrado el éxito técnico te ponés a pensar qué hacer con ello. Es lo que ocurrió con la bomba atómica”.
Hannah Arendt decía que ni el ingeniero ni ningún productor de cosas materiales es dueño y señor de lo que hace, que no son capaces de comprender lo que hacen y que, por esa razón, la política, instalada por encima del trabajo técnico, debería proporcionarnos la orientación necesaria. La política, claro está, entendida como debate público, abierto, participativo.
Arendt formulaba esto a mediados del siglo XX, un momento en el que se valía creer en marcianos, revoluciones socialistas, amor romántico y ese tipo de cosas. Me cuesta trabajo pensar que la política y la lógica del molote sigan siendo las respuestas para nuestras preguntas. Pero cuando veo que, al otro lado de la acera, están esos tipos que, más que genios científicos, son sociedades anónimas, me decanto por la posición de Arendt.
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