Una extraña y opresiva sensación invade los tiempos actuales, la sensación de estar incompletos, esa necesidad de agarrar el futuro, de apoderarse de él, de tratar de condicionarlo como si fuera un elemento más de la conquista, ese sentimiento ha eliminado la aventura que significa estar vivo.
Somos víctimas de una ausencia de destino, de una carencia de ilusión e incluso de asombro, producida por un exceso de realidad, en la actualidad esperar es sinónimo de derrota o pasividad, crear un paréntesis de sentido significa claudicar frente a la acelerada temporalidad de nuestros días.
Lo digital facilita que las imágenes, las noticias, las stories estén en una fase de constante renovación, con muy poco margen de continuidad, de ahí la presión por estar más tiempo conectados. Cuando salimos de la red, el agotamiento pasa factura y se debilita nuestra capacidad de interactuar con otros.
Lo real va perdiendo sutilmente su capacidad de afectarnos, acudimos a los sitios que vemos fotografiados en las redes sociales y la repetición de esas fotos se convierte en una misión que hay que cumplir, una especie de deber que nos autoimponemos, lo que en principio se presentaba como un estímulo para la diversidad, la pluralidad y el florecimiento, donde la singularidad de nuestra identidad sólo experimentaban mejoras, de repente empezó a fundirse con miles de identidades alejadas de nuestro contexto y de nuestras circunstancias. De alguna manera, hemos perdido nuestra identidad y la hemos igualado al resto de identidades, al tenernos hipnotizados y tipificados, cualquiera que decida bordear o romper los límites de estas identidades sufrirá la denuncia del resto, la separación, la ignorancia o la incomprensión, ha llegado el exorbitante imperio de la homogeneidad, y ahora nos encontramos en medio de una lucha desesperada por encontrar un matiz, tratando de sacar la cabeza como sea, batallando por lucir alguna singularidad que nos haga diferentes a los demás.
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