¿Hay un desequilibrio democrático: o todo está bien?

» Por Javier Vega Garrido - Abogado

En el juego democrático las reglas han de estar claras para todos los actores y demás participantes; veamos algunas. El Gobierno de la República se distribuye entre el pueblo y los tres conocidos Poderes, siendo que el soberano se organiza a través de partidos políticos que son los únicos que postulan puestos de elección popular.

Todos los “jugadores” por su lado, están sometidos al imperio de la Ley, y el Estado de Derecho promueve y protege sus libertades y garantías en condiciones de igualdad, incluidas las oportunidades para reclamarlas. En ese diseño es determinante la separación de Poderes, su posibilidad de controlarse recíprocamente, y que sin invadirse puedan coordinar para colaborar entre sí.

Con la elección de las candidaturas propuestas por las agrupaciones partidarias, surgen la representación política y dos componentes centrales del Gobierno: el Parlamento y el Ejecutivo producido por el voto popular.

Al citado principio de Legalidad que somete a la acción estatal y con mayor intensidad a las autoridades electas popularmente, se suman otros dos postulados no menos importantes para la gobernabilidad y gobernanza democrática: transparencia y rendición de cuentas.

Según el primero, toda la actividad del Estado debe resultar visible, accesible y justificable para el soberano, mientras que el segundo también obliga al funcionariado a explicarle sus actos u omisiones, sujetarse a evaluación de resultados y responder por ellos al existir fondos públicos.

El pueblo que también ejerce el Gobierno puede y debe pedir esas cuentas, pues esta “vigilancia social” encarna su derecho constitucional a la información, para llevarle el pulso a la administración pública porque su accionar le afecta, en particular cuando el poder y la autoridad se desvían del camino, arriesgando la integridad e interés general.

Los controles y límites a la gestión pública deben ser además de legales y legítimos, los necesarios, razonables y proporcionales, de modo que no lesionen derechos y libertades fundamentales como los indicados. El correcto entendimiento de esa parte del juego democrático se torna más que sensible en contextos de campañas electorales.

En efecto, la imparcialidad de los servidores públicos y prohibición de intervenir en política electoral -más potente en algunos- deben armonizarse con el ejercicio de la participación y representación política, y el derecho humano del pueblo elector a la buena Administración.

Aquel delicado balance de los pesos y contrapesos democráticos, no debería romperse con el dictado de leyes que produzcan limitaciones y comprometan el sistema político. Un ejemplo: el artículo 142 del Código Electoral prohíbe a partir del próximo 02 de octubre, con la convocatoria a las elecciones nacionales del 01 de febrero de 2026, “… a las instituciones del Poder Ejecutivo, de la administración descentralizada y de las empresas del Estado, a las alcaldías y los concejos municipales, difundir, mediante cualquier medio de comunicación, información publicitaria relativa a la obra pública realizada…”.

Recientemente, elmundo.cr informó que el TSE estableció que esa restricción “… se extiende a medios de comunicación tradicionales, digitales y plataformas institucionales, sin importar si hay pago de por medio…”. (…) Ello, para evitar que alguna “… fuerza política obtenga ventajas indebidas del aparato público…”. (Resaltados propios).

Tal prohibición electoral se dice que es para “tutelar la equidad” de la contienda, ha de sopesarse con el derecho básico del Ejecutivo -electo por el pueblo- a gobernar, y el suyo de buscar, recibir y difundir comunicación e información pública completa, propia de una gestión obligada a la transparencia y rendición de cuentas, que junto a la garantía de efectiva representación política mejoran el entorno comunicacional y decisorio en las campañas electorales.

Ahora, esa restricción desde luego no alcanza al Legislativo como órgano político partidista por excelencia, y gran actor en esos procesos electivos, que más allá de legislar, continuará controlando y criticando -sin censura- a través de su aparato público, a un Ejecutivo eventualmente más callado que, de responder por equilibrio informativo, solo incentivaría a los entusiastas de las denuncias por beligerancia.

Así, desde una amplia ventana de exposición mediática el Congreso -que es parte del Gobierno de la República- especialmente la “oposición”, difundirían y exaltarían sin “veda” en medios tradicionales, digitales y plataformas, todo lo que a su juicio han hecho mal e incumplido el Ejecutivo y sus instituciones, con el ánimo propagandístico de influir en las personas electoras, constituyendo una ventaja que el legislador que aprobó aquella norma electoral (142) consideró justa.

¿Desequilibrio democrático? El asunto mínimo es debatible, aunque los operadores políticos autoproclamados defensores de la “institucionalidad”, seguirán diciendo que todo está bien y que los discursos reformistas y antisistema son los que siguen mal.

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