Ganadores antes de tiempo y el 2026 con aroma de mujer

» Por Dr. Kirk Salazar Cruz - Especialista en innovación, emprendimiento y educación superior

En la política costarricense, el cálculo nunca es exacto. Sin embargo, cada cierto tiempo surge la tentación de interpretar señales aisladas como pronósticos seguros de lo que ocurrirá en las urnas. Hoy, las renuncias de algunos alcaldes han despertado la narrativa del “efecto ganador”, como si este fuera una fórmula infalible para predecir el resultado presidencial.

Nada más alejado de la realidad. En este tablero electoral, no existe ganador hasta que la última papeleta ha sido contada. Y, aun así, vemos a voces entusiastas proclamando vencedores antes de tiempo, como si la popularidad se heredara de un cargo municipal a un proyecto nacional.

La experiencia lo confirma: el liderazgo local no siempre traslada su brillo al escenario presidencial. Los liderazgos municipales responden a contextos muy específicos, marcados por la gestión directa con la comunidad y las soluciones inmediatas. En cambio, el liderazgo nacional requiere visión de país, manejo de crisis de gran escala y capacidad para construir consensos con una Asamblea Legislativa fragmentada. Pensar que la simpatía local se transfiere automáticamente a las urnas nacionales es, en el mejor de los casos, ingenuo; en el peor, una trampa estratégica que puede pasar factura.

La historia reciente nos ofrece un referente: el 7 de febrero de 2010, Laura Chinchilla se convirtió en la primera mujer presidenta de Costa Rica, con un 46,8 % de los votos, superando el 40 % necesario para evitar una segunda vuelta. Fue un triunfo histórico, pero también excepcional. Desde entonces, el país no ha vuelto a elegir a una mujer para la Presidencia. Quince años después, las elecciones del 2026 podrían marcar el regreso de candidatas con posibilidades reales de disputar la segunda ronda e incluso ganar la Presidencia, pero en un escenario radicalmente distinto al de 2010.

Hoy la fragmentación política es la norma. La proliferación de partidos, el desencanto ciudadano y la volatilidad electoral hacen prácticamente imposible que un solo partido logre más de 40 diputados o gane en primera vuelta sin alianzas sólidas. El votante costarricense se ha vuelto más crítico y más impredecible, y ya no deposita su confianza ciega en estructuras partidarias tradicionales. Esto obliga a los aspirantes a construir propuestas claras, cercanas y realistas.

Por eso, confiar únicamente en las “señales” que envían las renuncias de alcaldes es un riesgo. Lo que hoy parece una ventaja segura puede desvanecerse en pocos meses, sepultada por debates, crisis mediáticas o nuevos liderazgos que conecten mejor con el electorado.

Cuando llegue el momento de la verdad, las papeletas no se llenarán de promesas heredadas, sino de apuestas reales de cambio. Y aquí es donde el voto consciente cobra más fuerza que nunca. No solo se trata de elegir a un presidente o presidenta, sino de conformar una Asamblea Legislativa que represente verdaderamente a todas las regiones, que legisle con visión país y que se comprometa a resolver las necesidades concretas de las comunidades.

En la Zona Sur sabemos lo que significa quedar fuera de la agenda nacional. Llevamos ocho años escuchando promesas que no se traducen en obras, programas o políticas que impulsen la reactivación económica. No hay avances históricos en infraestructura, empleo o innovación productiva. No podemos permitirnos otro periodo de abandono.

El 2026 debe ser el año en que votemos con la memoria fresca y la mirada puesta en el futuro, exigiendo a nuestros candidatos —y especialmente a nuestros diputados— un compromiso real con el desarrollo regional. Porque solo así lograremos que la política deje de ser un eco de promesas y se convierta en un motor de cambios reales.

Y todo parece indicar que esta vez, la segunda ronda tendrá aroma de mujer.

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