Hay un sentimiento que se repite demasiado: las persona que madrugan para trabajar, pagan impuestos, piden permisos para casi todo y, a cambio, reciben servicios tardíos, caros y con puertas giratorias. Este sentimiento —que todos conocemos — no es el reflejo de “mala suerte”, se llama: diseño institucional. La Costa Rica de la Segunda República, nacida en 1949, se convirtió en un Estado que reparte privilegios, administra trámites y decide por cada uno de los que vivimos en este país. Hoy, sin gritos ni estridencias, la mayoría silenciosa está diciendo que así no alcanza: que el costo de vivir y producir es alto, que la movilidad social se estanca y que su tiempo vale. Por eso, hablar de fundar la Tercera República no es un eslogan: es un contrato nuevo entre la ciudadanía y el poder.
Ese contrato tiene una brújula clara: igualdad ante la ley, no “mediante la ley”; competencia en vez de privilegio; reglas simples, estables y cumplibles y un Estado que deja de ser dueño de su agenda para volver a ser árbitro: protege libertades, abre mercados y mide resultados. Cuando el Estado deja de interponerse y se dedica a garantizar el piso parejo, aparece lo que hoy falta: elección real y precios más justos. La promesa no es un milagro desde arriba, es liberar la capacidad de la gente para construir prosperidad desde abajo.
Los datos confirman el agotamiento del modelo, en el año 2024, la pobreza por ingresos se ubicó en 18,0% de hogares (4,8% en pobreza extrema). Son mejoras respecto a la pandemia, sí, pero seguimos atrapados en un techo histórico que duele, sobre todo, en los hogares que menos tienen. En los primeros meses de 2025, el desempleo rondó 7,4–7,5%: el mínimo de un primer trimestre desde que hay registros comparables, pero todavía alto para un país que aspira a estándares del primer mundo. Al mismo tiempo, la deuda del Gobierno Central —síntoma de un Estado caro— cerró 2024 en 59,8% del PIB y siguió bajando en 2025 hacia el 57–58%, una buena noticia que debe consolidarse con disciplina y eficiencia del gasto, no con más trabas a la producción.
La fotografía internacional nos da una imagen más clara. Costa Rica dio un salto simbólico al ingresar en el año 2025 al grupo de países de “ingreso alto” del Banco Mundial; es un hito que muestra potencial, pero también un riesgo: la trampa de estancarse en el umbral si no se reforma lo que frena la productividad. En desarrollo humano, el país marca 0,833 (puesto 62), bastante por detrás de referentes que decimos admirar —Singapur, Estonia, Lituania, Chequia—, ubicados todos por encima de 0,89, es decir: vamos, pero no llegamos. En libertad económica, la calificación 2025 de 68,6 puntos (posición 41) nos cataloga como “moderadamente libres”. Si queremos dar el salto de verdad, debemos abrir los sectores domésticos donde se forman tus costos y donde hoy mandan las barreras. No es quitar reglas, es quitar las que encarecen sin proteger al usuario, para que haya competencia real, elección y precios justos.
La OCDE es clara: nuestra economía es de dos velocidades. Un puñado de firmas de alta productividad —en manufactura avanzada y servicios globales— crece y exporta, mientras el resto carga con costos regulatorios, poca competencia y justicia lenta. El remedio no es más Estado gestionando permisos, sino más competencia, evaluaciones regulatorias serias y reglas pro-entrada para que nuevos actores bajen precios y suban salarios.
Desde esa evidencia, la Tercera República se entiende de forma muy concreta:
- Significa que un emprendedor arranca con declaración jurada y luego, el Estado verifica con inteligencia: inspecciones dirigidas por riesgo, cruces de datos y sanciones proporcionales para quien incumpla.
- Significa que un paciente puede elegir al proveedor y que la plata sigue a la persona (demanda), no al edificio (oferta): convenios y portabilidad en salud y educación con estándares medibles.
- Significa que los reguladores actúan en serio cuando detectan que el mercado está ganando poder en sectores como: energía, logística, profesiones colegiadas o telecomunicaciones, y que la justicia civil y contenciosa deja de premiar las leguleyadas: más audiencias orales que resuelvan rápido y condenas en costas para quien atrase sin motivo.
- La digitalización deja de ser un parche: expediente único, firma e identidad digital universales y “solo una vez” para los datos. Nada de esto es ciencia ficción: el país ya probó que simplificar funciona; la iniciativa “Le Dejamos Trabajar” eliminó 140 cuellos de botella en 2022–2023 y alcanzó 146 a agosto de 2024. La tarea ahora es pasar del “arreglo” incremental al rediseño de fondo.
Quienes defienden el viejo modelo dirán que la Segunda República “nos dio estabilidad”. Y es cierto: lo hizo. Pero el argumento se agotó. La premisa socialdemócrata de que más Estado = más desarrollo se quebró en la práctica: el Estado se hizo dependiente de la deuda, encareció la formalidad y protegió privilegios. El costo lo pagan, sobre todo, los de abajo: filas más largas, servicios más lentos y oportunidades que siempre llegan tarde. Lo honesto es admitirlo: la Segunda República no funciona ya para producir movilidad social amplia y sostenida.
¿Quién impulsa esta agenda de cambio en 2026? Aquí conviene dejar de hablar en abstracto. La ratificación de Laura Fernández como candidata presidencial de Pueblo Soberano consolidó una opción que asume la modernización como proyecto nacional y la traduce en prioridades ejecutables: competencia donde duele al bolsillo, simplificación con dientes y disciplina fiscal que baje deuda e intereses sin matar la iniciativa privada. Fernández —exministra de Planificación y de la Presidencia— encabeza una fórmula con Francisco Gamboa y Douglas Soto; más allá del color político, importa el mandato: pasar del Estado que estorba al Estado que habilita.
Conviene hablarle sin rodeos al ciudadano promedio: “Me cobran caro y me dan poco. Todo es trámite. No consigo trabajo estable”. La Tercera República le responde con hechos: impuestos simples y previsibles; servicios con estándares y posibilidad de cambiar de proveedor cuando no cumplen; menos permisos y más libertad para producir y un mercado que le corta el oxígeno a los privilegios y recompensa la mejora real en precio y calidad. No se trata de “arrasar” con lo público, sino de recuperar su sentido: proteger derechos, asegurar competencia y cuidar el dinero de todos con métricas públicas. Si el país logra que abrir, operar y crecer cueste menos, el empleo llega porque la productividad deja de estar maniatada.
¿Riesgos? Siempre hay. El mayor, hoy, es seguir igual. Todo cambio serio despierta a los guardianes del statu quo. La única defensa es blindar la reforma en leyes–marco —silencio positivo, interoperabilidad por defecto, evaluación regulatoria ex ante y ex post, cláusulas de caducidad— y gobernar con tableros públicos de resultados. Al ciudadano no se le pide fe; se le ofrecen métricas trimestrales para juzgar.
Vale cerrar con una comparación justa. Costa Rica puede y aquí algunos ejemplos: redujo pobreza en 2024, bajó deuda/PIB y ya es de ingreso alto, pero no basta con celebrar hitos, hay que convertirlos en bienestar que se sienta en el bolsillo de quien madruga. Para eso hace falta un salto institucional que ponga al ciudadano por encima de la burocracia, a la libertad por encima del permiso y a la competencia por encima del privilegio. Ese salto tiene nombre: Tercera República y ese es, precisamente, el sentido de apoyar en 2026 a quien ofrezca, sin ambigüedades, menos trabas, más elección y resultados medibles.
Porque de eso se trata: que el país deje de pedirle permiso a la burocracia para vivir.