Es un lugar común, cuando se presenta un problema, afirmar que “faltan leyes” o que “las leyes no sirven”. Con ello, pretendemos atribuirle a las normas jurídicas la responsabilidad por los hechos humanos. Contrario sensu, “si hubiera leyes suficientes o las que ya existen sirvieran” los problemas desaparecerían. Todos habremos de coincidir en que la existencia de leyes buenas no tiene la capacidad de hacer desaparecer los problemas toda vez que los problemas surgen, en su inmensa mayoría, de las conductas humanas y no, precisamente, de la falta de leyes o de su mala calidad.
De las muchas definiciones que conozco, la mejor definición de ley la he encontrado en Santo Tomás de Aquino, quien afirma que la ley “es una ordenación de la razón, dirigida al bien común y promulgada solemnemente por quien cuida a la comunidad”. De dicha definición, surgen varios de los componentes que la caracterizan y la distinguen del derecho natural o divino.
En primer lugar, debe ser una ordenación de la razón; esto es que debe ser armoniosa, coherente y, principalmente, razonada y razonable. De esta forma, no toda norma es, en sentido estricto, una ley: es indispensable que tenga un orden y esté destinada a ordenar la razón. Una expresión irracional no sería una ley o, al menos, una buena ley.
En segundo lugar, debe estar destinada a procurar o proteger el bien común. Una disposición normativa contraria al bien común no sería una ley en sentido estricto o, al menos, no sería una buena ley. Y, finalmente, debe ser emitida solemnemente por quien cuida a la comunidad. La ley debe tener una fuente legítima, ser razonable, procurar el bien común y emitida por quien tiene la misión superior de cuidar al grupo.
No obstante, ni la definición de Santo Tomás ni la de otros distinguidos filósofos y juristas atribuyen a la ley cualidades que la ley no tiene. Mediante un cuerpo normativo buscamos ordenar una conducta y establecer una consecuencia jurídica sobre aquel que se aparta de la conducta deseable. Pero, nada más. Si la conducta humana o la cultura no se modifican, las conductas indeseables y sancionables seguirán existiendo con la consecuencia jurídica que la ley prescribe.
Por muchos años le atribuimos, en Costa Rica, la tragedia en las calles a la falta de una Ley de Transito moderna y rigurosa. Años después de emitida esa ley de tránsito moderna y rigurosa, las calles siguen siendo una jungla porque, aunque cambió la ley, no han cambiado los hábitos de conducir. Así como ese, podríamos poner numerosos ejemplos en donde la existencia de una buena ley no ha tenido el efecto, aún con sus rigurosas consecuencias, de que la conducta que se buscó sancionar haya desaparecido y, en muchos casos, ni siquiera disminuido.
Ahora que tenemos mayor conciencia de que el maltrato a los animales es una conducta indeseable que debe ser sancionada de manera rigurosa –mediante una ley que se encuentra en trámite legislativo que espero sea aprobada pronto- no debemos llamarnos a engaño y presumir que una vez aprobada la ley desaparecerán las conductas de maltrato a los animales. Desgraciadamente, esas conductas continuarán produciéndose aun cuando las sanciones sean rigurosas.
De lo que se trata es de reconocer que las normas jurídicas ordenan la razón y buscan el bien común pero no sustituyen el necesario cambio de las conductas humanas y de las culturas. Los que hacen daño a un animal, al igual que quienes dañan a un ser humano, no son “las malas leyes”, son las malas conductas. Pretender cubrir o justificar las malas conductas humanas con el velo de una falta de leyes o la existencia de unas malas leyes no es otra cosa que desplazar de la responsabilidad humana lo que nos corresponde como seres inteligentes, conscientes de nuestros actos y poseedores de libre albedrío.