Mientras escroleo en Facebook descubro que más de un amigo ya decoró de navidad. Y cuando digo “decoró de navidad” no me refiero solo a las anodinas pastoras, los colachos ridículos y los insoportables muñecos de nieve, sino al arbolito natural.
La memoria, ya se sabe, es caprichosa. Y quizás por eso con cada foto navideña que me topo me veo transportado a diciembre de 1993.
Recién terminaba la escuela y la maestra y la directora ingenuamente depositaban sus expectativas en mí. “Va a llegar muy alto”, murmuraban.
El mundo cabía en un episodio de 90210 y en los alaridos impecables de Jon Secada. La incipiente desregulación comercial había provocado que uno pudiera consumir bebidas más allá de las insulseces de Cruz Blanca y La Mundial. Había Snickers. Chicles. Tenis que no eran Bracos o Broncos. Camisetas de marcas surfas tipo Ocean Pacific o Gotcha. Anteojos Oakley. Y nuestros organismos, felizmente, empezaban a acumular sodio y preservantes bajo la forma de tacos y papás fritas congeladas.
Canciones de Erasure y Depeche Mode y Laura Pausini en 103 La Radio Joven…
Los Bulls de Jordan y Pipen.
Los Azulejos con la Serie Mundial.
Heredia, por supuesto, nos robaba otro campeonato.
Mi amigo Beto Quirós y yo íbamos a comprar los útiles a La Universal y luego almorzábamos en la Billy Boy, el restaurante de su abuelito.
Y mi hermano y mi cuñado, muy jóvenes por entonces, habían resuelto emprender. Por ese tiempo no se le llamaba así. Se le decía, no sé, “montar un negocio de temporada” o, simplemente, “bretear”.
Debo reconocer que, a diferencia de mis hermanos, nunca fui muy amigo de ganarme el cinco. Mis hermanos, desde carajillos, trabajaban en las vacaciones.
Yo no.
Yo en las mañanas me quedaba leyendo o viendo tele y en las tardes me iba a caminar por el barrio o el TEC.
Ese diciembre de 1993, sin embargo, fue una excepción. Quise trabajar. Y ahora que lo pienso, tal vez, fue pura bombetada.
La cosa es que trabajé en la venta de arbolitos de navidad. Una tarde, no recuerdo por qué, me dejaron a cargo del negocio.
Una hora si acaso.
Cualquiera diría que es muy poco tiempo. Pero les puedo asegurar que ese breve periodo bastó para echar al suelo las expectativas de mi maestra y de la directora…
Un hombre con su familia.
Una microbús verde hecha leña.
Regateo insistente.
Un carajillo moquiento.
El resto de la familia, metida en el carro, como una desordenada bolsa de chumicos húmedos.
Otra carajilla que se asoma por la ventana.
Y al final “Bueno, sí, señor, está bien, yo se lo dejo a la mitad”.
Luego, cuando mi hermano y mi cuñado regresaron, naturalmente, me metieron una severa cagada: la única venta que había hecho, más bien, dejó pérdidas.
Todo estaba muy claro desde 1993: “No, Niña Rosario, no voy a llegar muy alto”.
Existen quienes no tenemos pasta de comerciantes ni de emprendedores ni de pulseadores ni de workaholics.
Existen quienes, simplemente, aspiramos a tener un trabajo asalariado donde cumplimos nuestras obligaciones, recibimos un salario digno y nos ocupamos de vivir fuera del horario.
Sin embargo este no pareciera ser un buen momento para personas de este tipo.
Como colectivo, hemos acabado por naturalizar que el día a día implica pasar horas en una presa, regresar a casa a tomar clases virtuales de alguna estupidez y luego agarrar el fin de semana para dedicarse, digamos, a un “emprendimiento” que se ve permanentemente amenazado por las cargas fiscales o las incertidumbres de turno.
Una gran amiga me decía que este es un país de gente infinitamente frustrada que, en vez de estallar, se contiene y transforma su insatisfacción en cáncer gástrico. El ser costarricense como carcinoma, así se llama la obra.