El salario mínimo: una política de buenas intenciones, malos resultados

En Costa Rica, el salario mínimo es defendido como una conquista social intocable. Sin embargo, si de verdad queremos combatir el desempleo y mejorar las condiciones laborales de los más vulnerables, debemos atrevernos a cuestionar lo incuestionable y a perderle el miedo a ser juzgados por el establishment políticamente correcto. Desde el liberalismo clásico y la Escuela Austriaca de Economía, el salario mínimo es una política de buenas intenciones, pero con efectos adversos que terminan perjudicando a quienes se pretende proteger.

¿Qué pesa más: las buenas intenciones o los resultados?

Milton Friedman lo advirtió con claridad: “Las políticas públicas no deben juzgarse por sus buenas intenciones, sino por sus resultados”. La intención de establecer un piso salarial para evitar abusos puede sonar justa, pero la economía no se rige por emociones, sino por incentivos y realidades de la acción humana. Fijar un salario mediante la ley desconoce las capacidades reales de contratación de muchas empresas, sobre todo pequeñas y medianas.

La receta perfecta para el desempleo juvenil

Cuando el Estado impone un salario por encima del equilibrio natural del mercado laboral, provoca un exceso de oferta de trabajo. Más personas buscan empleo, pero menos empresarios pueden contratar. Esto afecta especialmente a jóvenes, trabajadores sin experiencia o con baja calificación. ¿El resultado? Mayor desempleo estructural, frustración social y más informalidad.

El mito del empresario millonario

En el discurso político, los empresarios suelen ser retratados como figuras con márgenes amplios de ganancia. Pero la realidad es otra. Muchas pymes luchan día a día por mantenerse a flote. Obligarles a pagar salarios que no se ajustan a la productividad del trabajador las pone contra la pared: deben despedir, subir precios (y perder competitividad) o cerrar. Es una receta para matar empleo y destruir emprendimientos.

El mercado sabe lo que hace

Para los liberales clásicos, el salario no es un premio moral, sino un precio que debe surgir del acuerdo libre entre partes. Es una señal que permite a empleadores y trabajadores coordinarse. La Escuela Austriaca, con referentes como Hayek y Mises, ha explicado cómo el mercado libre permite descubrir información valiosa y asignar recursos eficientemente. Donde hay libertad para contratar, también hay más inversión, más empleo y, en consecuencia, mejores salarios.

¿Y los países sin salario mínimo?

No es un experimento teórico. Países como Suiza, Hong Kong o Singapur —donde no existe un salario mínimo general— han demostrado que es posible alcanzar altos ingresos sin esta imposición. Singapur, por ejemplo, tiene un ingreso per cápita superior a los 50 mil dólares anuales. ¿Su fórmula? Protección de la propiedad privada, libre empresa y un marco institucional que favorece la competencia.

¿Y en Costa Rica?

En nuestro país, donde el desempleo y la informalidad siguen siendo altos, seguir creyendo que fijar precios desde el Estado resolverá estos problemas es persistir en una ilusión. Necesitamos una conversación valiente sobre las condiciones que verdaderamente generan bienestar: libertad económica, competencia, educación pertinente y menos trabas para emprender y contratar.

Conclusión

El salario mínimo es una política que suena bien, pero hace mal. En lugar de decretar precios, debemos garantizar un entorno donde las empresas puedan prosperar y los trabajadores crecer. Si queremos salarios dignos, necesitamos primero empleos sostenibles. Y para eso, la receta es más libertad, no más regulación.

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