Columna El silencio NO es oro

El precio de la justicia: ¿Por qué un preso gasta seis veces más que un niño en el PANI?

» Por María Lucía Arias - Estudiante de Economía y Ciencias Actuariales

En Costa Rica, el sistema penitenciario dejó de ser corrección y se volvió una vitrina incómoda del despilfarro estatal: el país paga, el delincuente consume, y el ciudadano honesto solo recibe el recibo. Para aterrizarlo con números, se ha reportado que mantener a una persona privada de libertad ronda los ₡800.000 al mes, cifra atribuida a datos del propio Ministerio de Justicia y Paz. Eso son ₡9.600.000 al año por reo, financiados a la fuerza por gente que muchas veces vive con el agua al cuello.

Ahora comparémoslo con la vida real. El salario mínimo mensual para ocupación no calificada en 2025 se ubica en ₡367.108,55. O sea, el Estado gasta en un preso más del doble de lo que gana al mes alguien que se levanta temprano, cumple horario y no anda molestando a nadie. Y después nos preguntamos por qué tanta gente siente que “portarse bien” sale caro.

Lo más grotesco es cuando lo ponemos al lado de la niñez vulnerable. El PANI ha informado un subsidio ordinario de ₡132.084,14 por cada niño, niña o adolescente en acogimiento familiar. Con esos montos, el Estado está poniendo alrededor de 6 veces más dinero mensual en encerrar a un adulto que dañó a la sociedad que en sostener a un menor que no eligió su tragedia. No es solo un asunto de presupuesto, es una declaración de prioridades: el país se ha acostumbrado a gastar fuerte en consecuencias y regatear en protección.

El presidente salvadoreño, Nayib Bukele, puso sobre la mesa una verdad que muchos prefieren ignorar: cuando el Estado decide imponer autoridad, la “mano dura” deja de ser un discurso vacío y se convierte en acción concreta. Su reestructuración del sistema penitenciario ha sido presentada como un golpe directo contra el crimen y una forma rápida de recuperar el control, aunque incomode a quienes viven de romantizar al delincuente o a quienes alertan, no sin razón, sobre los riesgos en libertades y garantías. Pero más allá del juicio moral, el mensaje es brutalmente claro: el sistema no tiene ninguna obligación de seguir funcionando a favor de quien decidió romper el pacto social.

A partir de ahí aparece la discusión que nadie quiere dar de frente. No todos merecen el respeto pleno de los derechos fundamentales cuando han violado la ley de forma consciente y han dañado a otros. Los derechos no son un cheque en blanco ni un seguro de vida contra las consecuencias. La cárcel no debería ser un espacio de comodidad, sino de disciplina, trabajo y responsabilidad. Cada privilegio otorgado al delincuente es una cachetada a la víctima y un mensaje perverso para quien sí respeta las reglas.

Pero detrás de cada cifra hay historias reales que el presupuesto ignora. No hablamos solo de números, sino de vidas. Imaginemos a María, una niña abusada por un familiar cercano. Se animó a hablar, buscó ayuda en su escuela y terminó atrapada en un sistema lento, frío y mezquino. Su trauma no se repara con discursos ni con un subsidio que no alcanza ni para lo básico. El Estado no la protegió cuando más lo necesitaba y ahora finge cumplir con una transferencia simbólica que apenas sirve para tranquilizar conciencias.

Pensemos también en Diego, un niño con discapacidad que necesita terapias, atención médica constante y educación especializada. Con ₡158.343 al mes no hay inclusión real, no hay desarrollo pleno, no hay futuro digno. El sistema no le dio herramientas, lo dejó a la deriva, como si su vida valiera menos que cualquier otra partida presupuestaria. Y está Ana, huérfana tras un accidente de tránsito. Perdió a sus padres de un día para otro y quedó a merced de un esquema de acogimiento que apenas logra sostenerla. El dolor es profundo, la incertidumbre enorme y la respuesta del Estado es mínima, casi insultante.

Estos niños y muchos más merecen oportunidades, no solo para sobrevivir, sino para prosperar, para sanar y para construir un futuro en el que sus sueños no se vean aplastados por las circunstancias. Ellos son víctimas de situaciones ajenas a su voluntad. Sin embargo, mientras se recortan los recursos para el PANI y los niños siguen siendo víctimas de un sistema que les da migajas, el sistema penitenciario sigue siendo un gasto millonario. ¿No debería ser esta una prioridad? ¿No merecen estos niños la misma atención que quienes, por su propia culpa, han llegado al sistema penitenciario?

En Costa Rica, los autoproclamados “defensores de derechos humanos” suelen ser implacables cuando se trata de las condiciones carcelarias, pero curiosamente pierden la voz cuando el tema es la infancia vulnerable. La razón es simple y cínica: los presos generan contratos, plazas, sindicatos y poder. Los niños no. Invertir en cárceles es políticamente rentable; invertir en prevención y en niñez no da réditos inmediatos ni titulares ruidosos.

Con lo que cuesta un solo preso al mes se podrían financiar becas, terapias, aulas o programas de protección real para varios niños en riesgo. El presupuesto no es neutro, es un espejo moral. Y el espejo costarricense refleja una sociedad que prefiere gastar fortunas en las consecuencias del delito antes que invertir seriamente en evitarlo.

Por eso, la verdadera inmoralidad no está en exigir que el reo trabaje para sostenerse, sino en obligar a una madre soltera a pagar impuestos para alimentar a quien violó, mató o destruyó. Lo indecente no es endurecer las cárceles, lo indecente es que haya niños como María, Diego o Ana creciendo en la miseria mientras sus agresores viven con tres tiempos de comida, atención médica y techo asegurado. Lo brutal no es cuestionar los “derechos” del criminal, lo brutal es esta farsa progresista que convirtió el crimen en un gasto público intocable y la niñez vulnerable en una nota al pie.

Costa Rica tiene que elegir. O se sigue hundiendo en el sentimentalismo irresponsable que protege al victimario, o recupera el coraje de defender lo básico: el orden, la justicia y el futuro. Y ese futuro no está en la celda cómoda del delincuente. Está en el aula, en la casa de acogida, en el plato de comida del niño que no eligió nacer jodido. Si eso no indigna más que cualquier cárcel privada, entonces el problema no es solo el sistema: es nuestra propia cobardía.

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