El nuevo menú populista para empobrecer la democracia local

En el restaurante de las ocurrencias legislativas, se acaba de servir un nuevo plato frío: un proyecto de ley para rebajar las dietas de los regidores hasta en un 80%. No se alarme usted, estimado lector, esta no es una propuesta para diputados, ministros o asesores de confianza con plazas eternas y salarios de embajada. No. Esta joya de la ingeniería populista está reservada para esos humildes ciudadanos que cometen la osadía de ser regidores y síndicos municipales. Un puesto en donde usted responde por millones de colones en contratos públicos, fiscaliza alcaldes más blindados que un tanque de guerra… y ahora, además, debe hacerlo por amor al arte. O mejor dicho, por amor a la pobreza.

Como exregidor municipal, y sin ningún interés de volver a serlo (porque, créame, hay masoquismos más placenteros), siento la responsabilidad de advertir lo que esto realmente significa: un golpe directo a la columna vertebral de la democracia local. Porque no hay democracia sin participación, y no hay participación real si convertimos los espacios públicos en clubes exclusivos para quienes puedan llegar en SUV, sin importar cuánto cuesten los peajes o el combustible.

Veamos el caso del síndico suplente de El Rosario de Desamparados. Según esta brillante iniciativa, podría quedar con un ingreso de poco más de ₡100.000 al mes. ¿Ya hizo el cálculo del pasaje en bus, el taxi nocturno tras una sesión de cinco horas, y las copias impresas que muchas veces deben llevar de su bolsillo? Adivinó: no le alcanza ni para llegar, mucho menos para ejercer.

Entonces, ¿qué queremos? ¿Municipalidades llenas de santos varones acaudalados, discutiendo desde sus privilegios sobre calles que no pisan y barrios que no entienden? Porque eso sería el resultado inevitable: expulsar de los gobiernos locales a quienes representan verdaderamente a los pueblos. Convertir el gobierno municipal en un club social donde los ricos deciden lo que los pobres deben obedecer.

Pero no se engañe: este proyecto no busca eficiencia ni racionalidad fiscal. No lo acompaña ningún estudio serio. No tiene métricas. No presenta una reestructuración administrativa. No toca ni con una pluma de paloma las dietas parlamentarias que, hasta donde sabemos, no están a punto de ser reducidas en un 80%. A lo sumo, esto es un acto teatral, como esos fuegos artificiales que encandilan al pueblo mientras se le vende humo.

Que quede claro: no se trata de justificar excesos. Pero reducir el trabajo de los regidores y síndicos a “asistir una vez por semana” es una caricatura insultante. Un regidor que se tome en serio su función dedica horas todos los días revisando contratos, fiscalizando obras, atendiendo ciudadanos, leyendo documentos técnicos, resistiendo presiones políticas y hasta enfrentando amenazas. Todo eso… ¿por un almuerzo de casado con fresco de tamarindo?

Este proyecto es la receta perfecta para incentivar la corrupción. Porque si a quien decide sobre contratos millonarios se le paga menos que a un misceláneo, ¿cuánto cree usted que tardará en aparecer el empresario de turno ofreciendo “colaboraciones”? ¿De verdad queremos seguir llorando por alcaldes imputados y regidores encarcelados mientras sembramos las condiciones ideales para repetir la historia?

El llamado aquí es a la sensatez. A entender que el servicio público no debe ser una vía para enriquecerse, pero tampoco puede ser un martirio reservado a mártires o millonarios. Si de verdad queremos austeridad, empecemos por donde más duele: el Congreso. ¿Dónde está el proyecto para reducir las dietas de los diputados en un 80%? ¿O será que en la Asamblea Legislativa el aire acondicionado enfría también las convicciones?

Una democracia donde solo los ricos pueden gobernar, no es una democracia. Es una oligarquía elegante con pancartas de participación.

Y no, gracias. Ya tenemos suficientes.

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