El laboratorio político que podría nacer en Guatemala, una mirada desde Costa Rica

» Por Jorge Méndez - Analista y estratega político

Centroamérica vive un tiempo extraño. Se mueve, respira, muta, pero no avanza en una sola dirección. Es una región que parece oscilar entre la ilusión del cambio y la persistencia de las viejas inercias, donde cada país ensaya respuestas distintas ante un malestar que es común: instituciones fatigadas, economías que no despegan al ritmo esperado, una ciudadanía que exige resultados tangibles y un sistema político que rara vez ofrece algo más que administraciones alternantes. Desde Costa Rica, donde la estabilidad ha sido bandera y a veces tentación de inercia, mirar lo que ocurre en Guatemala no es solo un ejercicio de curiosidad regional, sino una necesidad estratégica. Lo que allí emerja podría anticipar lo que tarde o temprano enfrentará el resto del istmo.

Guatemala se aproxima a un punto de inflexión. Tras años de desconfianza acumulada, alternancia estéril y crisis de legitimidad, surge con fuerza una figura que encarna el hartazgo social y la promesa de ruptura: Carlos Pineda, empresario convertido en candidato inesperado, respaldado por una organización política de reciente irrupción, el Partido Servir. Para algunos, representa un riesgo; para otros, una oportunidad largamente esperada. Pero el fenómeno merece ser observado con más detenimiento, y quizá también con menos prejuicio y menos romanticismo. Lo que está en juego, en última instancia, no es un apellido ni una corriente ideológica, sino la posibilidad de que un país ensaye una ruta distinta de modernización institucional.

¿Por qué debería importarle esto al lector costarricense? Porque, aunque cada nación carga sus propios demonios, Centroamérica comparte vasos comunicantes invisibles: comercio, migración, inversión, seguridad, acuerdos climáticos y fronterizos. Si Guatemala cambia, cambia el equilibrio regional. Si logra avances concretos —en eficiencia administrativa, reducción de burocracia, atracción de inversión o fortalecimiento del Estado de derecho—, podría convertirse en un precedente para un istmo que desde hace décadas observa su propio deterioro institucional con cierta resignación pasiva. Y si fracasa, si se ahoga en expectativas desbordadas o en reformas tímidas que no transforman realidades, el desencanto será combustible para el péndulo político que siempre retorna, tarde o temprano, al estatismo y al populismo como refugio emocional.

El ascenso de Pineda refleja una herida profunda: la sensación de que el sistema político tradicional agotó su crédito histórico. La suya es una candidatura que capitaliza la rabia y la fatiga, pero también una esperanza elemental: la de creer que alguien puede “hacer que funcione”. No es un fenómeno aislado. Lo hemos visto en otras latitudes con distintos matices: Milei en Argentina, Bukele en El Salvador, Trump en Estados Unidos. La pregunta no es únicamente quién gana elecciones, sino qué logra transformar una vez que la euforia pasa. Allí reside la diferencia entre un cambio de gobierno y un cambio de paradigma.

Servir, como organización, representa un interrogante abierto. Su principal fortaleza parece residir en su capacidad para conectar con una población joven y descreída, que ya no compra discursos adornados con tecnicismos, pero sí exige soluciones inmediatas y medibles. La juventud es un termómetro, no solo un espectador. Es el segmento que más rápido castiga la incoherencia y el que menos le teme al quiebre con lo establecido. Si Servir canaliza esa energía hacia formación política, cuadros técnicos y gestión pública basada en evidencia, podría sentar un precedente valioso. Si, por el contrario, reduce su acción a la narrativa emotiva sin anclaje institucional, se diluirá como tantos proyectos que prometieron refundaciones y terminaron en administración rutinaria.

Desde la perspectiva estratégica —y esto interesa a toda la región— Guatemala podría convertirse en un laboratorio político. Un espacio donde se prueben rutas de eficiencia estatal, innovación regulatoria, modernización tributaria, inversión en infraestructura productiva, simplificación administrativa, incentivos para capital humano y seguridad ciudadana sin erosión de libertades civiles. No es una apuesta menor; es, quizá, el tipo de experimento que muchos países centroamericanos han postergado por décadas. Pero los experimentos requieren método, no solo entusiasmo. El entusiasmo convoca, pero no construye instituciones.

La pregunta entonces no es si Servir ganará, sino si sabrá gobernar distinto si lo hace. Porque los países no cambian por acumulación de slogans, sino por la articulación de políticas públicas coherentes, sostenidas en el tiempo y defendidas con convicción técnica. Desde Costa Rica, la observación no debe ser distante ni indiferente. Aunque la política propia tenga sus ritmos, Guatemala puede mostrar caminos posibles o advertencias necesarias. Un éxito allí podría inspirar reformas en otros gobiernos; un fracaso podría ser utilizado como excusa para no intentar transformaciones profundas.

2027 se perfila como año clave. Habrá que observar no solo el tamaño de la votación, sino la maduración institucional del partido; su capacidad para formar cuadros, descentralizar presencia territorial, sostener narrativas sin deslizarse al populismo, y negociar sin perder el rumbo programático. Habrá que evaluar si puede construir alianzas sin diluir identidad, y si logra que la administración pública responda, al fin, a un diseño que premie resultados y no a la lógica de cuotas y favores heredados.

Guatemala podría convertirse en espejo. En reflejo de lo que podemos llegar a ser y de lo que debemos evitar. Para Costa Rica, mirar ese proceso con atención no es intrusión ni exotismo; es inteligencia estratégica. La región necesita casos de éxito institucional tanto como necesita alertas tempranas. La política no es lineal, y los ciclos que hoy parecen promesa pueden tornarse desencanto si no se traducen en realidad material.

Si Servir alcanza el poder y gestiona con prudencia, técnica y visión, Guatemala podría ofrecerle al istmo una lección de construcción democrática en tiempos de polarización. Si tropieza, será un recordatorio de que ninguna victoria electoral basta para reformar un país. El cambio real no ocurre en campañas, sino en oficinas donde se redactan políticas públicas, se asigna presupuesto, se rinde cuentas y se resiste la tentación de administrar la normalidad.

En esa tensión se definirá si Guatemala inaugura un nuevo capítulo para Centroamérica o repite uno que ya conocemos de memoria.

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