Liberación Nacional atraviesa uno de los episodios más bochornosos de su historia reciente, y lo hace con una mezcla de arrogancia, desorganización y miopía política. Mientras el país exige soluciones y liderazgos sólidos, la cúpula liberacionista prefiere entretenerse incendiando su propia casa.
Nada ejemplifica mejor este circo político que la vergonzosa situación en San Ramón, donde el partido debía realizar su asamblea cantonal y designar al comité ejecutivo local, un trámite básico para cualquier agrupación que se diga seria. Pero no: la asamblea sigue sin celebrarse. ¿La razón? Los mismos delegados se niegan a asistir. Sí, los soldados del partido se rebelan contra sus propios generales. Lo que ocurre en San Ramón no es un accidente: es el retrato fiel de un partido que perdió la brújula, la vergüenza y el contacto con la realidad.
Pero seamos honestos: un partido que se jactaba de ser la locomotora electoral del país hoy no puede ni prender el motor de una asamblea cantonal. Y lo más irónico es que si no logran realizarla, el PLN se quedará sin la codiciada deuda política, su verdadera razón de existir. Imagínense el drama: los autoproclamados guardianes de la democracia llorando porque no les soltaron la plata para financiar su campaña.
La situación fue tan ridícula que el Tribunal Supremo de Elecciones tuvo que salir a salvarle el pellejo a Liberación Nacional con una dispensa a la medida, un perdón político disfrazado de “excepción administrativa”. Cualquier otro partido habría sido expulsado sin contemplaciones, pero claro, el PLN sigue gozando de esa vieja impunidad institucional que le permite tropezar una y otra vez sin que nadie le cobre la factura. ¿Hasta cuándo ese trato preferencial a una agrupación que ni siquiera puede cumplir con sus propios deberes básicos? No es casual que un partido devoto del Estado haya terminado devorado por él: cuando el poder se concentra, la corrupción deja de ser un accidente y se vuelve sistema.
Pero el golpe más certero no vino del TSE, sino de donde más les duele: del mismo tablero político. Marta Esquivel, candidata del rodriguismo, les tiró una bomba jurídica en la cara con un recurso de amparo electoral que pide su exclusión definitiva del proceso. Y con razón. Porque si un partido no puede ni organizar sus asambleas, ¿por qué debería participar en elecciones nacionales? El recurso los evidencia por completo: un PLN que exige respeto a la institucionalidad mientras la violenta a conveniencia.
Estamos frente a un retrato perfecto de lo que es hoy Liberación Nacional: un partido dividido, incapaz de escucharse a sí mismo, sin brújula ética ni rumbo organizativo. Las bases cantonales se rebelan, la cúpula impone candidatos impopulares, los procesos legales se incumplen y los adversarios aprovechan la oportunidad para pedir su exclusión. Lo más preocupante es que ni siquiera parecen darse cuenta de que se están desintegrando.
Pero sería ingenuo pensar que el colapso del PLN se limita a pleitos internos, asambleas fallidas o nombres impopulares. El verdadero problema de fondo no es solo quién dirige el partido, sino qué defiende el partido. Y ahí notamos la verdadera tragedia: el PLN no es corrupto por accidente, sino por coherencia. Porque cuando un partido predica que el Estado debe controlarlo todo, termina creyendo que también le pertenece todo.
Aunque mañana reorganizaran todas sus estructuras, seleccionaran candidatos decentes y cumplieran cada trámite al pie de la letra, seguirían siendo peligrosos. Porque lo que está podrido no es solo la cúpula, sino la doctrina. La decadencia institucional es apenas el reflejo exterior de una ideología que, desde sus raíces, normaliza el estatismo, glorifica la burocracia y convierte al ciudadano en súbdito del “bien común” según lo decida el burócrata de turno.
La socialdemocracia, esa estafa con rostro amable, se vende como el punto medio entre el capitalismo y el socialismo, pero en realidad es la antesala del totalitarismo con buenas maneras. Es socialismo en versión gourmet: mismo veneno, mejor empaque. Bajo la consigna hipócrita de la “justicia social”, ha inflado el gasto público hasta niveles absurdos, llenando ministerios y consejos que duplican funciones y devoran presupuesto.
Ha creado programas asistencialistas que perpetúan la dependencia en lugar de incentivar el trabajo: subsidios eternos, becas sin mérito y empleos públicos sin productividad. Mientras tanto, al emprendedor le clavan impuestos, al productor le ahogan en trámites, y al que genera riqueza lo castigan con controles, permisos y tasas que financian el despilfarro de los burócratas. Ha creado un país donde ser productivo es sospechoso, y ser un vividor es rentable. Mientras los ciudadanos trabajan para sobrevivir, la casta verdiblanca cobra pensiones de lujo, dietas obscenas y salarios insultantes, financiados por los mismos a quienes dicen proteger. Son los verdaderos ticos con corona: los burócratas de cuello verde.
Y así, con la excusa de “defender los derechos sociales”, la socialdemocracia ha convertido al Estado en amo y señor de todo: salud, educación, pensiones, empleo, y hasta pensamiento. El famoso “Estado Social de Derecho” no es más que una trampa semántica. Es el feudalismo del siglo XXI: el burócrata manda, el ciudadano obedece, y la democracia se reduce a votar cada cuatro años para elegir al nuevo administrador del mismo control.
En el fondo, el colapso de Liberación Nacional no es una tragedia política: es justicia poética. Es el precio que paga un partido que se creyó eterno, que confundió la historia con inmunidad y el poder con derecho divino. Hoy el PLN se derrumba víctima de su propia ideología, de ese veneno socialdemócrata que vendió como panacea y resultó ser un cáncer. La farsa del “bien común” terminó devorando a sus propios actores.
Y es que no hay redención posible para quien hizo del Estado su dios, del clientelismo su religión y del pueblo su excusa. Liberación Nacional no está enfermo: está moralmente muerto. Lo que queda es un cascarón de siglas, un símbolo hueco sostenido por burócratas nostálgicos y oportunistas sin patria. Pasó de don Pepe a don Nadie, de símbolo de la República a vergüenza nacional.
El país no necesita que el PLN se reforme; necesita que desaparezca. Porque mientras esa maquinaria oxidada siga respirando, seguirá defendiendo el estatismo, justificando el despilfarro y arrastrando a Costa Rica al mismo pantano donde hundió su credibilidad. El funeral de Liberación no debería entristecer a nadie. Debería celebrarse como lo que es: el final merecido del partido que cambió la libertad por poder y al ciudadano libre por súbdito obediente.