Columna Cantarrana

El cine como única posible posteridad

La era dorada de las películas de acción, es decir, los años noventa, no hubiera sido lo que fue de no ser por los videoclubs. Los zurdos dirían que, en cierto modo, se trata de una profundización del neoliberalismo: los cines de pueblo habían caído rendidos ante las grandes cadenas trasnacionales de los cines. Pero más allá de eso, más allá de causalidades diabólicas, en aquellos tiempos imperaba una ley: los hijos de quienes vieron noticias de la guerra en el cine del pueblo vieron pelis Hitchcock en el cine del pueblo y, a su vez, tuvieron hijos que veían pelis alquiladas de Van Damme en la sala de la choza. 

Al menos en Cartago sucedía así. 

Uno de los cines del pueblo se había convertido en un salón de patines, mientras que el otro, si la memoria no me falla, proyectaba únicamente películas cuyos afiches traían muchachas con poca ropa y una cinta roja con una sugerente advertencia: “Sólo para mayores de 18 años”. O sea, en los noventa, pese a la eclosión de malls, pese a Hollywood, en Cartago no había cines, había videoclubs. 

Cabe decir que existía una suerte de sectorización. Es más, se diría que era una verdadera segmentación de mercados. La gente de Occidente, es decir, la gente de El Molino y alrededores, alquilaba películas en Video Cartago, un establecimiento que se localizaba en la segunda planta del Centro Comercial El Dorado. Aquel, por cierto, no era un centro comercial especialmente hospitalario. Era, por el contrario, un Mall San Pedro en “fecundación in chata”. De hecho, en la primera planta había una sala de videojuegos y bueno… todo aquel que haya leído a Martin Amis sabe que a partir de los años ochenta  las salas de videojuegos eran sitios poblados por hombres que tenían poco respeto por el prójimo y por sus pertenencias. 

Nosotros, los del distrito Oriental, íbamos a Video Éxito: un pequeño local con letrero luminoso que estaba diagonal a la Botica de Los Ángeles. Allí alquilé Colmillo blanco en algún momento de 1992. Allí, también, alquilé Corazón de León. 

Mientras recibíamos severas descargas hormonales, mientras nos crecía vello en las vergüenzas, mientras la pulcra simetría de la infancia se trocaba en un cuerpo desgarbado y feo que emitía una flébil voz gangosa, nosotros, los de mi generación, llegábamos a fin de semana  y decíamos: “Papi, ¿me das plata para alquilar una película?”. Nos reuníamos en alguna casa y pedíamos pizza y comprábamos una Coca Cola de 2 litros y comíamos palomitas y nos sentábamos a ver a Steven Seagal o Mel Gibson dándose de pescozones con el mundo. Luego, ya en el cole, los pescozones no eran tan propicios para ligar y, entonces, uno alquilaba cosas tipo Fried Green Tomatoes o alguna de Ethan Hawke. Y después, cuando nos acercábamos a la U, vinieron las pelis de Kubrick, los conciertos o las cosillas polémicas de baja intensidad tipo La última tentación de Cristo. 

Así fue, más o menos, hasta bien entrados los 2000. 

Los videoclubs, incluso, resistieron ese breve pero inolvidable periodo en que las compañías de cable tenían programación decente a inicios de siglo. Pienso en las transmisiones de People & Arts, HBO o Cinemax.

Hoy prendo la tele solo para ver alguna de Harry Potter o alguno de los true crimes de ID Channel . Y en cuanto a Netflix, confieso que lo único que me sedujo fue Betty La Fea, Breaking Bad y uno que otro documental de Ken Burns. No dudo de que los videoclubs fueron algo así como un algoritmo a pata. Una especie de paleostreaming de carácter analógico en el que, sí o sí, tenías que caminar, pagar e interactuar con otro humano. Pero no llegaban al nivel de anomía de hoy. 

Transitamos por un momento donde prevalece una espesa atmósfera nostálgica. 

Lo sé bien. 

Pero… ¡Pucha! ¡Qué ganas de que sean los noventa y que Steven Seagal llegue y arme un desmadre y se meta a algún laboratorio donde los gringos o los rusos o los chinos o quien sea tenga una vacuna contra estos malos días. Y algo aún más importante: ¡qué ganas de ir a Video Éxito a alquilar esa peli! 

Los artículos de opinión aquí publicados no reflejan necesariamente la posición editorial de EL MUNDO. Cualquier persona interesada en publicar un artículo de opinión en este medio puede hacerlo, enviando el texto con nombre completo, foto en PDF de la cédula de identidad por ambos lados y número de teléfono al correo redaccion@elmundo.cr, o elmundocr@gmail.com.

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