La creciente práctica de que diputados electos bajo una bandera partidaria se declaren “independientes” durante su mandato, constituye uno de los fenómenos más corrosivos para la democracia representativa costarricense. Más allá de su aparente legalidad administrativa, esta conducta representa una violación directa al principio de soberanía popular, al espíritu del sufragio y a la lógica constitucional del sistema político costarricense.
En Costa Rica, el voto no es una adhesión a un nombre individual, sino una delegación de voluntad a un proyecto político, canalizado a través de una agrupación partidaria. El ciudadano no elige personas sueltas, sino listas cerradas y bloqueadas, diseñadas en función del ideario de una fracción.
Cuando un diputado rompe ese vínculo con el partido que lo llevó al poder, fractura y corrompe el contrato electoral que lo legitimó, anulando así la correspondencia entre voluntad popular y representación efectiva.
Un diputado independiente en este contexto no responde a programa alguno, ni a supervisión partidaria, ni a rendición de cuentas estructurada. Carece de ideología explícita, de coherencia orgánica y, lo más grave, de legitimidad democrática. Su permanencia en el cargo representa un caso de usurpación institucional amparada en vacíos normativos, y carga costos políticos y presupuestarios sin retorno alguno para el pueblo.
No existe justificación válida que permita a un funcionario electo bajo reglas de fracción, operar como ente autónomo, por decisión unilateral, sin pasar por las urnas nuevamente.
La Constitución Política de Costa Rica, aunque no prohíbe de forma expresa el transfuguismo legislativo, sí protege el principio de soberanía popular (art. 1), el derecho al sufragio (art. 90) y la función representativa del diputado (arts. 105-106). En la práctica, permitir que un legislador permanezca en funciones tras traicionar el mandato popular viola estos pilares esenciales del orden constitucional.
Además, constituye una forma de fraude democrático consentido, donde la apariencia de legalidad encubre una clara ruptura con el mandato electoral.
Frente a este vacío ético y normativo, resulta imprescindible impulsar una reforma constitucional que incorpore la revocatoria de credencial a diputados que renuncien a la fracción por la que fueron electos, sin importar las motivaciones. La democracia exige coherencia entre la representación y la voluntad popular, y la permanencia de estos diputados “huérfanos” niega esa coherencia.
Asimismo, la situación amerita un recurso de inconstitucionalidad ante la Sala Constitucional, bajo los siguientes argumentos:
- Violación del principio de legalidad democrática.
- Ruptura del nexo entre sufragio y representación.
- Lesión a la finalidad del sistema de listas cerradas y bloqueadas.
Este recurso podría ser dirigido contra el acto tácito de omisión por parte del Tribunal Supremo de Elecciones (TSE), al no retirar la credencial a quienes han abandonado la agrupación que los legitimó ante el pueblo soberano.
Como corolario, la democracia no se agota en permitir elecciones cada cuatro años. Requiere mecanismos de control durante el ejercicio del poder, especialmente cuando se traiciona el mandato original. Los diputados independientes son, hoy, una figura vacía que erosiona la confianza ciudadana, debilita el sistema partidario y distorsiona el principio de representación democrática.
Costa Rica merece un sistema que castigue la deslealtad política y proteja absolutamente la voluntad popular de la manipulación institucionalizada. La inercia jurídica ya no es opción. El momento de actuar es ahora, ante el descaro de lo que acontece en el mal llamado Primer Poder de la República.