Desinforme presidencial

» Por Msc. Robert F. Beers - Abogado constitucionalista, Máster en Ciencias Políticas

Debo confesar que yo no pertenezco al bando de los que se declaran “desilusionados” por el informe presidencial presentado ayer ante la Asamblea Legislativa. Desilusionados sólo los que (todavía a estas alturas) insisten en hacerse ilusiones. Para todos los demás, estos dos años deberían haberles demostrado hasta la saciedad que “no se pueden pedir peras al olmo”.

Para ser un informe anual, el ocupante de la Casa Presidencial dedicó casi toda la hora y media de su discurso a los últimos 50 días. Ya esto habría bastado, por sí solo, para dejar en evidencia la escasa seriedad con la que se toman en Zapote los deberes constitucionales. Pero en cierta forma, era de esperar que intentase ofrecer a la Asamblea Legislativa y a la opinión pública un cuadro adulterado de la realidad, para no verse tan mal y alimentar esa desesperante pose de “superhéroe Marvel” que procura con tanto ahínco.

Tuvo el orador buen cuidado de omitir que, ya desde finales de 2019, el Informe sobre el Estado de la Nación nos hablaba de una situación “frágil“, originada en factores externos e internos, pero agravada por la soberbia ineptitud gubernamental, y nos daba un “pronóstico reservado” (palabras muy blandas, posiblemente para no maltratar demasiado a un Gobierno por el que prácticamente todos sus investigadores y académicos pidieron o sugirieron el voto de una u otra forma). Nos vino a pintar, por el contrario, un cuadro de cómo la llegada del COVID-19 había estropeado el salto al País de las Maravillas.

Al describirnos los “logros” de ese supuesto reino fantástico, sin advertirlo volvió a recordarnos las peores características de lo que ha sido su “administración”: su desorbitado afán por las extravagancias, su nula autocrítica, su frenética obsesión con las “prioridades” de grupos muy específicos, y los latentes instintos totalitarios tan propios de su especie “progre”, a los que han podido dar rienda suelta con la excusa, precisamente, del COVID-19.

Si unos días atrás venía amenazando con “señalar a los que quieren dividirnos” (como si no fuera esa la estrategia por excelencia de su partido y su gobierno), ayer hasta se dio el tupé de sacar pecho ante la Asamblea en defensa de su agencia personal de espionaje político, la infame UPAD investigada por la Fiscalía, asegurando que era indispensable para luchar contra la pandemia (habría que averiguar si sus “analistas de datos” tienen dotes proféticas para crear la unidad casi dos años antes de la aparición del virus en el mundo).

Todas estas impertinencias, sin embargo, se le podrían pasar por alto si hubiese demostrado, en el capítulo de propuestas, algo distinto de la acostumbrada y rechinante ineptitud para la macroeconomía. Lamentablemente no fue así: se limitó a anunciar, una vez más, que las medidas concretas de reactivación económica se estarán anunciando próximamente. Así se ha llevado dos años, anunciando futuros anuncios.

Por lo pronto—y esto es quizá lo más alarmante—la única idea que reflota es la de poner más impuestos. Más impuestos. Con la ciudadanía empobrecida y estrangulada desde antes de la pandemia. Con más de 500 mil desempleados, los comercios cerrando en masa, los sectores turístico y gastronómico arrasados, y la economía paralizada. ¿Es en serio?

No se trata simplemente del habitual desastre de comunicación política que suele originar este “comunicador”, sino de algo mucho más profundo: una fijación con empeorar la crisis, empobreciendo a todo el mundo en nombre de una mal entendida “solidaridad”. Pues la “solidaridad”, según parecen entenderla el señor Alvarado y su séquito, consistiría en que en pleno naufragio de nuestro Titanic económico, los ocupantes de los botes salvavidas se bajen “solidariamente” al agua, en lugar de ayudar a subir a los demás náufragos mediante el consumo y el empleo. ¡Sólo falta que también en Zapote toquen el violín, o la guitarra, mientras se hunde la nave y se ahogan sus pasajeros en el gélido mar de la pobreza!

No deja de ser irónico que el Gobierno siga pensando en sacrificar a los pocos costarricenses que aún conservan intactos sus ingresos, mientras por ningún lado se ve el interés en disminuir gastos del Estado en rubros absurdos. Se siguen utilizando ingentes sumas en la fútil tarea de levantar la imagen del presidente, sin bastarles dos horas diarias de plaza pública televisada y gratuita; y se siguen pagando, por ejemplo, casi ₡3.270 millones en cuotas de membresía de organismos internacionales, con cargo al presupuesto de una inoperante Cancillería. ¿No sería mucho más lógico emplear estos recursos donde realmente se necesitan, en lugar de pretender engatusar a la población con el gesto efectista de ofrecer la décima parte del salario y “renunciar” por adelantado a la pensión, una simple expectativa de derecho que, cuando se concrete, sería constitucionalmente irrenunciable?

Ante la ausencia total de ideas o medidas concretas desde el Poder Ejecutivo con miras a la recuperación económica, es clara la intención presidencial de compartir el costo político con el Poder Legislativo. Frente a este panorama, sin embargo, cabría esperar que nuestros representantes políticos hagan la reflexión necesaria y el estudio indispensable, para no dejarse atrapar en el tsunami discursivo de la “emergencia” y se planten firmemente en defensa del maltratado patrimonio de la ciudadanía costarricense. ¡Ni un impuesto más! Parafraseando al almirante Nelson antes de la batalla de Trafalgar, nuestra nación también espera que cada uno cumpla con su deber.

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