Recientemente conversé con mi amigo José A. J., Informático y Consultor en Transformación Digital, y pacíficamente conveníamos que uno de los retos -y problema- más grande que enfrenta la democracia como forma de gobierno y de convivencia, es la posverdad, accionada a través del siniestro brazo de la desinformación, criatura de las Tecnologías de la Información y Comunicación (TIC) nacida de la Internet.
Muchas y conocidas son las ventajas y los beneficios de las TIC, sin embargo, la falsedad noticiosa que viaja con la posverdad como distorsión de la realidad para manipular lo que se cree y percibe, corroe el gobierno de la opinión y la participación democrática en los asuntos de interés que impactan a la gente.
El Informe OCDE sobre la “Comunicación Pública Mensajes Clave” (2022) señala en lo que interesa, que en “…los últimos años, la proliferación de la mis- y desinformación ha alterado el ecosistema de información, ya presionado por el continuo declive de los medios de comunicación y de los medios periodísticos tradicionales, ha socavado la política y alentado la polarización (Instituto Reuters, 2012)”.
Se asume en democracia que las personas están bien y verdaderamente informadas, que son libres para decidir porque la opinión pública no es manipulada, sin embargo, el filósofo de moda surcoreano Byung – Chul Han, sacude y despierta sagazmente al gobierno de la información, al aseverar lapidariamente en su “Infocracia” (2022) que, “…se puede prescindir de la verdad…”. Es decir, habrá tantas versiones de la realidad como cada uno las desee según su particular cosmovisión, y es en las plataformas digitales donde con más éxito se diseminan y vuelven virales.
Junto a la idea democratizadora de la Internet y la accesibilidad, yacen esas verdades construidas a partir de “hechos alternativos”, alimentadas por los sesgos cognitivos, necesidades y emociones de la gente, consumidora de la información, los contenidos y la conversación generada en los medios y esas plataformas, especialmente la “info” que mejor encaje y apele a sus creencias y valores, desplazando los hechos objetivos y verificables con base en los cuales normalmente han de tomarse las decisiones.
La seductora posverdad emparentada con la propaganda que busca influir y manipular, jamás se presenta como tal, y falsa y engañosa como es -la gente la prefiere y elige- por coincidir con sus preconcepciones de la vida, alejándola de su natural capacidad para interpretar la realidad objetiva, argumentar y debatir. Todo empeora en el espacio digital cuando además los mensajes incitan al odio, la violencia y discriminación.
Tal desprecio por la verdad cifrada en hechos alternativos auspiciados por la carga viral de la falsedad informativa, provoca polarización social y política, más desconfianza en esta y entre las personas y las instituciones, y profundiza la que ya justificadamente existe en algunos medios de comunicación, estimulando la conflictividad y bloqueando el diálogo y la cooperación, que son cruciales para la negociación y formulación de políticas públicas.
En un notable artículo del Instituto Técnico de Monterrey (2018) acerca de esas patologías de la información, se asevera que ya los “…nuevos medios de comunicación no cohesionan más el tejido social tradicional, sino que lo desbaratan, crean nuevos y poderosos tejidos conversacionales que banalizan lo trascendente y dispersan la atención sobre lo relevante, confiscan la verdad y la vuelven creíble” (Serrano, 2016).
Está resultando difícil para la sociedad aprender a distinguir lo verdadero de lo falso, no obstante, el ex senador demócrata Daniel P. Moynihan señaló: “usted tiene todo el derecho del mundo a sus propias opiniones, pero no a sus propios hechos…”; nuevamente, mi amigo José A. J. y yo coincidimos en advertir que no todo está perdido, pues existen instrumentos no solo normativos (regulación, censura y prohibición) para vacunarse contra el virus desinformativo.
Así, parte del instrumental disponible es aprender a conocer más y sentir menos, alfabetizarse digitalmente, ejercitar la verificación de los hechos y contenidos diferenciándolos con otras fuentes informativas, contextualizarlos para “descontaminarlos”, y sobre todo hay que educarse más para informarse mejor y no dejar de cuestionar. Éxito en esta compleja tarea que es de la sociedad.