La democracia es un sistema de convivencia que conjuga principios, valores, normas, prácticas aceptadas y cumplidas por la comunidad. Es un conjunto de instituciones que determina el modo de alcanzar el poder y ejercerlo, en un contexto pluralista, diverso y conflictivo.
Como forma de organización del “mando” el gobierno es del pueblo, por y para el pueblo, y todas las autoridades públicas están sometidas sin excepción a la Ley, ética, eficiencia y eficacia.
Es propio de la democracia un Estado de Derecho que tutela las garantías y libertades fundamentales de los habitantes, y establece la división del poder desde un delicado pero fuerte balance entre las funciones sustantivas estatales, los pesos y contrapesos para evitar su concentración y abuso.
La democracia promueve que los partidos sean instrumentos para la representación política, que junto a la ciudadanía y organismos electorales han de cumplir las “reglas de juego”, para que las elecciones sean íntegras al respetarse la voluntad del soberano en las urnas.
El Gobierno resultante busca convertir en políticas públicas las propuestas partidarias ofrecidas en campaña, para solucionar los problemas de la población. Ese esfuerzo está acompañado de un ecosistema de entidades estatales, que producen bienes y servicios para que su prestación sea continuada y de calidad.
La democracia exige transparencia y rendición de cuentas en la función pública, y es un derecho de la gente pedirlas y denunciar cuando se incumple tal deber, que es atribuible a las personas electas (representantes), así como al funcionariado que labora en las instituciones, llamados a cumplir lo que la constitución y leyes les encarga.
Ahora, en su efectividad la democracia experimenta moderados rendimientos de las funciones estatales básicas, que repercuten en la calidad de vida del pueblo, y otras instituciones muestran fallas de origen o acumuladas sin resolver, en detrimento de la prestación del servicio público.
Se trata de un problema de eficacia y ética estatal que se suma a otras disfuncionalidades, como la crisis de los partidos y de representación que genera poca gobernabilidad, en un entorno global confuso, incierto y asimétrico, permeado por guerras, migraciones, crisis ambiental y variadas formas de corrupción que arremeten contra la institucionalidad.
En ese escenario, una ciudadanía más informada y exigente pasó solo de votar para convertirse en actora, al comprender que las resoluciones de sus gobernantes le conciernen e impactan, de ahí que no repara en exponer las carencias institucionales alimentando la opinión pública, que ya dejó de ser solo la que los medios tradicionales decían que era.
Y es que esa participación democrática ha sido potenciada por las redes y plataformas sociales, desafortunadamente cubierta de violencia, odio y falsedad que contaminan la conversación pública, demandando interacciones más responsables (alfabetizadas), para que las personas tomen mejores decisiones.
Dicho lo anterior, se ha propagado el virus del poder y la autoridad (corrupción), comprometiendo la salud del Estado; el Consejo OCDE sobre Integridad Pública la definió como “…una de las cuestiones más corrosivas de nuestro tiempo. Malgasta los recursos públicos, aumenta la desigualdad económica y social, alimenta el descontento y la polarización política y disminuye la confianza en las instituciones”. Resaltado propio.
“La corrupción perpetúa la desigualdad y la pobreza, afectando el bienestar y la distribución del ingreso, y socavando las oportunidades de participar equitativamente en la vida social, económica y política”. Disponible en: https://www.argentina.gob.ar .
Retos como los citados explican parte de los problemas de reputación e imagen de no pocas instituciones y de las autoridades que las dirigen. La autocrítica y cambios de fondo son escasos, mientras que las saturadas oficinas de prensa y de relaciones públicas, creadas para contar lo bien que se hacía el trabajo, resultan insuficientes hasta en las eventuales “salas de crisis”.
Así, y dados los fuertes cuestionamientos a la institucionalidad que se procesan como discursos “antisistema”, ciertos jerarcas parecen preferir que el empeño comunicacional esté conducido por presuntos “súper” consultores, preparados afuera y en varias ramas de las ciencias sociales, dedicados a la contemplación y reflexión profunda, que se tornan “iluminados” en el “oráculo” del sistema político.
Por su eventual cercanía a viejos partidos y medios, así como a centros de pensamiento “independientes” –coordinados a la tica– los “sofisticados mercadólogos” revelarán a sus empleadores los “arcanos” del déficit institucional, así como los problemas reputacionales del servicio público; desde su altura descenderán para proponer un abanico de acciones en el mundo físico y virtual. Así, la entidad representada y sus titulares comenzarían a recuperar “mágicamente” la buena imagen y prestigio; la gente volvería a creer en todo.
Cualquiera pensaría que es más fácil ponerse a “bretear” con integridad e imparcialidad, deshacerse de la clientela partidista instalada en puestos clave, y hacer bien las cosas que mandan la Constitución y la ley, poniendo al pueblo como fin del accionar institucional; hasta podría ahorrarse una platilla pública en “gurús” y “maquillaje” ganándose más credibilidad y confianza. ¿Será?