Cada primero de mayo, la Asamblea Legislativa se viste de gala para renovar su directorio, un ritual político lleno de discursos vacíos y aplausos ensayados, donde se presume de su eficacia al enumerar decenas de leyes aprobadas, como si la cantidad fuera sinónimo de valor, pero, ¿qué utilidad tiene una ley más cuando el ciudadano sigue hundido en la misma realidad de siempre? ¿De qué sirve un Congreso que legisla compulsivamente, pero soluciona poco o absolutamente nada?
Este no es un cuestionamiento superficial, en los últimos tres años, el Congreso ha sido escenario de enfrentamientos politiqueros, leyes “chayote”, controles políticos usados como armas personales, protagonismos ridículos y una larga lista de proyectos que han hecho poco o nada por mejorar la vida del ciudadano común y lo peor está por venir: entramos a inicios de un año electoral, donde la politiquería promete devorar aún más el tiempo y los recursos del Primer Poder de la República.
Mientras tanto, cada colón que se malgasta en estas discusiones estériles, proviene del bolsillo de quienes sí producen: emprendedores, trabajadores independientes, microempresarios, asalariados… todos esos costarricenses que cada mes pagan impuestos que no sienten que se les devuelven en servicios.
Se nos exige aportar con disciplina, pero el Estado no retribuye con eficiencia. Y aquí está la paradoja: nos dicen que legislar mucho es trabajar duro, pero la experiencia nos dice lo contrario.
El Congreso no debería medirse por cuántas leyes produce, sino por cuánto valor genera, porque no toda ley es buena, algunas solo complican la vida, otras crean más burocracia, nuevos impuestos o duplican funciones ya existentes. Basta recordar proyectos que regulan lo que ya está regulado, o iniciativas que nacen del populismo momentáneo, como leyes para hacer declaraciones de “interés nacional” que no cambian en nada lo que el ciudadano necesita o reformas que solo sirven para generar titulares y aplausos internos.
Los diputados que más aportan a la ciudadanía no son necesariamente los que más legislan, sino los que saben decir no a lo innecesario, los que se toman el tiempo de leer, denunciar y detener el desmadre normativo que nos asfixia, los que entienden que hacer menos —cuando se hace bien— es mejor que hacer más por aparentar, pero esto no lo resuelve el Congreso solo, la responsabilidad está también en nosotros como ciudadanos. El poder no lo tienen los gremios ni los sindicatos ni los lobbies que defienden lo suyo. El poder lo tiene el soberano: los que producen, pagan, emprenden, educan a sus hijos y quieren vivir en un país donde el esfuerzo valga la pena. Somos nosotros quienes debemos exigir cuentas claras, leyes útiles, trámites más cortos, servicios de calidad y una administración pública que rinda como debe.
Cada trámite innecesario, cada ley absurda, cada salario dorado, cada privilegio legalizado debería dolernos como si nos quitaran dinero de la billetera (porque lo hacen) y cada elección debería ser una oportunidad para elegir a quienes entienden que la función pública no es un trono, sino una responsabilidad. No estamos obligados a seguir premiando a quienes nos fallan.
Este primero de mayo no se celebró la renovación (en su mayoría) de un directorio legislativo que solo cambia de rostros, pero no de fondo, celebremos la oportunidad de retomar el control, de exigir con firmeza lo que nos pertenece: valor por nuestro esfuerzo, respeto por cada colón que aportamos y leyes que liberen al ciudadano, no que lo enreden más.
Porque el verdadero cambio no empieza en el Congreso, empieza en el corazón de cada ciudadano que se niega a seguir siendo cómplice del sistema.