En 42 años de vida he realizado múltiples y variados trabajos. Uno de ellos, sin embargo, resulta particularmente estrafalario. Es más, diría que resulta auténticamente inverosímil. Me refiero, pues, a mi tránsito como guía de los tours históricos para escolares que visitan Casa Presidencial.
Menciono esto porque debido a esa curiosa ocupación conocí, entre otras cosas, la extraordinaria labor de los perritos de la unidad canina de seguridad presidencial.
Cabe decir que, desde la rudimentaria cosmovisión de un cartago como yo, cualquier perro marrón con las orejas paradas caía de inmediato dentro de la ambigua categoría de “perro policía”. Pero, en mi calidad de guía de los tours históricos para escolares que visitan Casa Presidencial terminé por entender que existe una raza de perros sorprendentemente inteligentes llamada “pastor belga malinois”.
Vi a Mamut y a Lucky realizar hazañas portentosas.
Vi a sus entrenadores ufanarse de las órdenes que ellos acatan con milimétrico escrúpulo.
Y esa circunstancia alguna vez me llevó a pensar en la tremenda presión que deben sufrir todos los pastor belga malinois del planeta: sobre ellos pesa la expectativa de conducirse permanentemente de manera inteligente.
Son una suerte de Constantinos Lascaris cuadrúpedos que, en todo momento, deben ser brillantes.
¡Pero no solo eso!
Deben ser, además, valientes.
O sea, son una suerte de Constantinos Láscaris cuadrúpedos cruzados con brahmanes hindúes.
Un yorkie o un french poodle tienen licencia para mearse en la alfombra si suena una bombeta o un trueno o si alguien mata una cucaracha de un chancletazo. Pero de los pastores belga malinois uno, más bien, esperaría que permanezcan impasibles y que diserten luego sobre la física de las ondas mecánicas.
¡Lo mismo sucede con los pastor alemán y los border collie y todos los perros pastores!
Hace unos días, mientras esperaba el Uber que me lleva diariamente a mi oficina, vi una mujer que llevaba un pastor belga malinois cachorro.
Un perro grácil.
Estilizado.
De movimientos precisos, de disciplina imbatible.
La mujer le ordenaba treparse a un muro y el perro saltaba y se encaramaba. Le ordenaba bajar y sucedía lo mismo.
Todo lo hacía con eficiencia.
Sin vacilaciones.
O sea, aquel no era un cachorro. Era un CEO.
Días atrás terminé de releer La llamada salvaje de Jack London: la historia de Buck, el perro educado, aristócrata, arrebatado del confort y entregado posteriormente a la rudeza de los bosques y los colmillos. Buck, finalmente, atiende la llamada telúrica y se une a los lobos.
Se entrega a la salvaje desobediencia.
En todo animal, ciertamente, percute esa llamada.
Incluso en los humanos.
Y se vale, de vez en cuando, hacerle caso.
Porque no siempre tenemos que ser un pastor belga malinois.