Hoy, martes 16 de diciembre de 2025, la Asamblea Legislativa volvió a mostrar su versión más tóxica, la que no legisla, no construye y no mejora nada, únicamente performea. El Plenario rechazó levantar el fuero de improcedibilidad del presidente Rodrigo Chaves con una votación de 35 a favor y 21 en contra, cuando el umbral requerido era de 38 votos. Punto final en el resultado, aunque no en las consecuencias.
La solicitud vino del Tribunal Supremo de Elecciones, en el contexto de 15 denuncias por presunta beligerancia política, y el Congreso decidió que no alcanzaba la mayoría calificada para abrir esa puerta. Hasta ahí la mecánica. Ahora viene lo importante, el análisis político de fondo.
Lo que vimos hoy no fue deliberación. Fue una liturgia de hostilidad y cálculo, donde algunos diputados prefieren el micrófono a la República. Se suponía que el Congreso iba a discutir un mecanismo excepcional, precisamente por eso el diseño exige un umbral alto, para que no se convierta en un arma de coyuntura. Pero en vez de elevar el estándar, una parte del Plenario decidió degradarlo con discursos que olían más a campaña que a institucionalidad.
Desde la ciencia política, esto tiene nombre y diagnóstico. Es erosión del prestigio institucional por incentivos perversos. Cuando la reelección no existe, cuando las bancadas se fragmentan, cuando la atención pública se premia con escándalo y no con resultados, el Congreso tiende a sustituir el trabajo técnico por teatro moralizante. Se maximiza el “clip” para redes, se minimiza la argumentación seria. El costo lo paga la credibilidad del Primer Poder y, por arrastre, la confianza ciudadana en todo el sistema.
En democracias sanas, el Parlamento es un taller. Aquí, por momentos, opera como un set de televisión con egos desatados. Y cuando ese set se activa en un tema tan delicado como el fuero, la institución no solo se exhibe, se autodestruye. Porque el fuero, recordemos, no es una invitación a la impunidad, es una garantía funcional, pensada para que el poder no quede secuestrado por persecuciones oportunistas. Cuando se usa como garrote retórico, o como pretexto para insultar y luego esconderse, se prostituye su sentido.
Lo más grave es que algunos diputados han convertido la inmunidad en una moral de doble puerta. Exigen pureza absoluta en los otros, mientras toleran barro en su propia casa. Se indignan con tono sacerdotal, pero no con rigor probatorio. Y cuando el debate se llena de insinuaciones, etiquetas y ofensas, el Congreso no fiscaliza, intoxica. Eso no fortalece el control democrático, lo vuelve caricatura.
El resultado de 35 contra 38 revela, además, otra verdad incómoda. El Congreso está atrapado en una lógica de bloques que no logra construir acuerdos de Estado ni siquiera en procedimientos sensibles. Hubo 56 legisladores presentes y aun así se impuso la incapacidad de articular una mayoría calificada. En términos institucionales, eso significa parálisis selectiva. Mucha energía para el show, poca para el acuerdo, y casi ninguna para la producción legislativa que la gente sí necesita.
Ahora, el cierre que a algunos les incomoda. Hoy la Asamblea no quedó como contrapeso virtuoso, quedó como una máquina de desgaste que no sabe distinguir entre control político responsable y vendetta narrativa. Y cuando un Parlamento se acostumbra a confundir la Constitución con un panfleto, se vuelve un riesgo para sí mismo. La ciudadanía observa, registra, y termina cobrando en legitimidad y en voto.
Y sí, viene la parte práctica. Si durante este proceso hubo conductas que cruzaron la línea, si hubo imputaciones sin sustento, ataques al honor, o actuaciones que constituyan faltas o delitos, lo que procede no es gritar más fuerte, sino documentar y denunciar. No sería extraño que desde mañana empiecen a circular denuncias formales, incluso ante el Ministerio Público, no por capricho, sino porque el Estado de derecho se defiende con expediente, evidencia y procedimiento. En una República seria, quien pisotea reglas o abusa del cargo no merece aplausos, merece control y consecuencias.
La Asamblea Legislativa debería tomar nota de algo elemental. Una institución no se destruye solo por corrupción. Se destruye también por ridiculez reiterada, por banalidad moralista y por incapacidad de estar a la altura de su investidura. Hoy, lamentablemente, varios eligieron exactamente eso.