Desde que Pepe Figueres selló el famoso Pacto de Ochomogo con los comunistas, Costa Rica inició un modelo de desarrollo que, si bien nos posicionó como una nación con altos valores democráticos, nunca nos impulsó a navegar mar adentro. Nos quedamos varados en la orilla de la socialdemocracia, anclados a un sistema que se agotó hace décadas. El desarrollo de primer mundo jamás llegó, y lo que sí arribó fue una élite política experta en administrar la decadencia, maquillando el estancamiento con discursos huecos y promesas recicladas.
Hoy, frente a una nueva elección, el pueblo costarricense no solo tiene en sus manos la posibilidad de elegir un nuevo presidente. Tiene, sobre todo, la oportunidad de romper las cadenas que nos atan a ese pasado plagado de corrupción, de pactos oscuros y de tiburones políticos que nadan libremente en un mar de impunidad.
Navegamos en aguas verde y blanco, infestadas por los depredadores del Partido Liberación Nacional, que buscan una vez más alimentarse del voto ciudadano para sobrevivir otros cuatro años. No lo hacen por ideales, lo hacen para salvar algunas curules, para seguir protegiendo intereses que nada tienen que ver con el bienestar del pueblo.
Pero el pueblo ya despertó. Esta elección es más que una coyuntura electoral: es una encrucijada histórica. O desterramos al partido más corrupto de la historia de Costa Rica, o les entregamos —por omisión o resignación— la estafeta de la corrupción a otros partidos que son más de lo mismo.
Por eso, el futuro debe decidirse con claridad, sin tibiezas ni medias tintas. Es momento de confiar en quien representa la verdadera continuidad del cambio. Esa figura existe. Tiene nombre y apellido: Laura Fernández. Ella es la heredera de la esperanza. La mujer que puede guiar a esta patria querida a la cima del progreso. La líder que puede asestarle la estocada final al PLN y abrir, por fin, las compuertas de una nueva Costa Rica: libre, digna y con rumbo claro.