Costa Rica: cuando la violencia deja de ser excepción y se convierte en rutina

Durante mucho tiempo, Costa Rica se sostuvo en un relato que la distinguía en el concierto centroamericano: un país sin ejército, con estabilidad democrática y con índices de desarrollo humano que despertaban envidia. Sin embargo, esa imagen se ha ido erosionando en la última década, y de manera dramática en los últimos seis años. La violencia, esa vieja huésped que en otros países se volvió dueña de casa, hoy toca las puertas de los costarricenses con la frialdad de la rutina.

La curva ascendente de la violencia

Si repasamos las cifras, la gravedad del problema deja de ser percepción para convertirse en evidencia:

  • 2018: 586 homicidios, tasa de 11,7 por cada 100.000 habitantes.
  • 2019: 578 homicidios, tasa de 11,2.
  • 2020: 570 homicidios, tasa de 11,1 (un año marcado por la pandemia, con cierta contención en movilidad).
  • 2021: 588 homicidios, tasa de 11,8.
  • 2022: 656 homicidios, tasa de 12,6.
  • 2023: récord histórico con 907 homicidios, lo que elevó la tasa a 17,2, la más alta jamás registrada en Costa Rica.

Y como si la ironía histórica necesitara subrayarse, lo ocurrido en 2024 no supuso alivio. Las proyecciones oficiales apuntan a un crecimiento sostenido de los asesinatos vinculados a disputas entre bandas y al sicariato. Para inicios de 2024, el país ya registraba promedios mensuales nunca antes vistos: ejecuciones selectivas en plena vía pública, homicidios en presencia de familiares y hasta menores de edad utilizados como peones descartables en la cadena del narcotráfico.

En 2025, la crisis ya no puede llamarse coyuntural. Expertos en seguridad advierten que Costa Rica está viviendo un fenómeno de “colombianización” parcial, es decir, la normalización del sicariato como instrumento de resolución de conflictos criminales y la fragmentación del control territorial en barrios y zonas estratégicas para el tráfico de drogas.

El espejismo roto

La contradicción es brutal: un país que se enorgullecía de no tener ejército hoy vive con miedo a salir de noche; un Estado que apostó por la educación y la salud como cimientos de paz, ve cómo jóvenes desertores escolares se convierten en soldados del narco por una paga que no supera el salario mínimo. El sicario adolescente reemplaza al bachiller, y el plomo sustituye a los libros.

Mientras tanto, los barrios adoptan sus propios mecanismos de defensa: más rejas, más cámaras, más alarmas. La vida se reduce a una fortaleza sitiada. La ironía está en que la democracia más longeva de la región ahora convive con la fragilidad cotidiana del miedo.

Narcotráfico y Estado: un pulso desigual

Costa Rica ya no es solo un “puente” para la cocaína suramericana hacia el norte: es bodega, mercado y territorio en disputa. Los puertos de Limón y Caldera se han convertido en escenarios donde contenedores cargados de fruta esconden toneladas de droga, mientras en las calles de San José o Alajuela se multiplican los asesinatos por ajustes de cuentas.

El Estado, con su tradición de legalidad y formalidad, se enfrenta a un enemigo que opera con reglas opuestas: velocidad, violencia y una economía subterránea que circula con más agilidad que cualquier política pública. Es como ver a un maratonista veterano tratando de alcanzar a un jaguar: la buena voluntad no basta.

2024 y 2025: el riesgo de la normalización

El mayor peligro hoy no son solo los números, por escalofriantes que resulten, sino el riesgo de que la sociedad naturalice la violencia. Cuando la gente comienza a decir “es normal que maten a alguien en el barrio” o “ya sabemos quién controla esa zona”, la línea entre Estado y crimen se vuelve borrosa.

Si 2023 fue el año del sobresalto, 2024 y 2025 corren el riesgo de ser los años de la resignación. Y la resignación es siempre el terreno más fértil para que el crimen organizado se arraigue.

Una última reflexión

Costa Rica alguna vez fue capaz de lo impensable: abolir su ejército en 1948, en una región que adoraba a los uniformes y a las botas militares. Hoy enfrenta un desafío distinto, pero igualmente decisivo: rescatar su seguridad sin renunciar a su esencia democrática. La salida no será únicamente policial, sino también social, educativa y comunitaria.

La pregunta es si la sociedad costarricense, acostumbrada a pensarse como distinta, tendrá la energía y la unidad necesarias para demostrarlo de nuevo. Porque lo que está en juego no son solo las estadísticas, sino el alma misma del país.

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El autor es ingeniero en Producción Industrial, Máster en Dirección y Administración de Empresas y Máster en Logística y Dirección de Operaciones.

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