Costa Rica vive hoy una relación intensa con las redes sociales. Según un informe del Centro de Investigación en Comunicación de la Universidad de Costa Rica, en 2024 el 90% de la población las utilizaba activamente. No sorprende, entonces, que políticos, estrategas y jefes de campaña hayan migrado su comunicación hacia estos espacios. Las entrevistas en medios tradicionales perdieron terreno frente al influencer del momento. La información verificada cedió espacio a los mensajes diseñados para provocar una emoción inmediata.
Este giro comunicacional no solo ha multiplicado los discursos de odio dirigidos a candidaturas y simpatizantes, sino que también abrió la puerta al uso sistemático de desinformación, posverdad y falsedades como estrategias electorales. En estas plataformas, cualquier persona puede compartir contenido no verificado y hacerlo pasar, por cierto. Y hoy, con el impulso de la inteligencia artificial, observamos una campaña política donde la frontera entre lo verdadero y lo falso es tan difusa que quizá ya no sepamos reconocerla.
Sabemos que cada usuario tiene la responsabilidad de verificar lo que consume y comparte. Pero también es cierto que los llamados “trolls” se han profesionalizado. Sus mensajes son más veloces, más precisos y, sobre todo, más difíciles de distinguir de una información legítima.
El riesgo para nuestra democracia es enorme. En un país cada vez más polarizado y con una ciudadanía cansada de la política tradicional, las redes sociales y las nuevas tecnologías pueden convertirse en el vehículo perfecto para que discursos autoritarios tomen fuerza. Desde la lógica de la posverdad, quienes aspiren al poder pueden construir un público fiel dispuesto a aceptar como verdad cualquier narrativa que confirme sus emociones, aunque contradiga la evidencia más básica.
Pero el problema no termina en lo electoral. La construcción de realidades colectivas artificiales erosiona la base misma de nuestra convivencia. Si dejamos que la mentira nos resulte más cómoda que la verdad; si preferimos un mensaje que nos acaricia el enojo antes que un dato que nos exige pensar; si permitimos que la política se decida por impulsos y no por argumentos, entonces no solo debilitamos la democracia: empezamos a debilitar quiénes somos como sociedad.
Y quizás ese sea el mayor peligro. No que nos mientan, sino que empecemos a preferir la mentira. Porque cuando una sociedad renuncia a la verdad, no pierde solo elecciones: pierde su futuro.