1. Aspectos conceptuales
La contratación pública es un elenco jurídico de procedimientos de las entidades estatales que, al involucrar el uso del limitado dinero público, procura la selección del contratista óptimo para satisfacer una necesidad que posibilite o mejore la calidad de vida de la gente, mediante la realización de una obra pública o proyecto, la prestación de servicios o el suministro de bienes. Pueden verse entre otras, las sentencias de la Sala Constitucional No: 0496-91, 0752-93, 5985-93, 0787-94, 6754-98, 0998-98 y 3487-2003.
Se trata de un proceso vital del Estado y un instrumento de gobernanza llamado a facilitar la formulación e implementación de políticas públicas a favor de la sociedad, así como a estimular al competido sector productivo del que depende, por lo que la Ley No. 9986, Ley General de Contratación Pública que comenzó a regir hace dos años, definió su aplicación por el uso total o parcial de fondos públicos.
Esa legislación reconoce como sus principios rectores los de: eficiencia, eficacia, publicidad, igualdad, libre competencia, mutabilidad y equilibrio financiero del contrato, cumplimiento normativo de los actores públicos y privados, valor por el dinero, sostenibilidad social, vigencia tecnológica y su inherente seguridad, innovación y desarrollo.
Lo anterior, corrobora el enfoque estratégico de la contratación pública, porque la buena administración de los recursos según el interés público, es un derecho fundamental de las personas y una poderosa herramienta vinculable a los objetivos de progreso del país. Así, la Red Interamericana de Compras Gubernamentales (RICG), reporta que la actividad contractual del Estado de Costa Rica como miembro de la OCDE, representa en promedio el 13% del PIB; disponible en: https://ricg.org/es/publicaciones.
Ahora, ese buen hacer no solo se limita a la obsesiva búsqueda de la eficiencia y eficacia del proceso, pues también incluye el cumplimiento normativo de los actores del sistema de contratación, como inequívoca señal de integridad y ética sin las cuales los principios se tornarían inútiles en sus resultados, atinentes a la realización del mayor bienestar posible a través de la política.
2. El deber de probidad existe, aunque no lo parezca
Resulta que la probidad como deber legal y ético de todo el funcionariado público, exige que su conducta sin excepción se apegue a la rendición de cuentas, transparencia, honradez, rectitud, imparcialidad, compromiso con el servicio y legítima defensa del interés general, por encima y con exclusión de cualquier otro que entre en conflicto con él.
Considerando los referidos principios de la contratación administrativa, la probidad se erige elemento transversal a esta gestión, y es la Ley contra la Corrupción y el Enriquecimiento Ilícito en la Función Pública (Ley No. 8422), la que estableció en su artículo 3 esa obligación, al impedir a las personas empleadas estatales actuar en perjuicio del interés público por defender inconfesables beneficios particulares.
Por su parte, los funcionarios de elección popular no están por encima del deber constitucional de rendir cuentas y conducirse transparentemente; en una frase: de ajustar siempre su conducta al deber de probidad, que se acentúa si se considera que son electos por el voto de las personas para proteger sus intereses y los nacionales. Mucho mal hacen los representantes del pueblo a la institucionalidad, si abandonan el resguardo de la Hacienda Pública y del interés general, por defender espurios asuntos privados, domésticos como internacionales.
Por tan calificadas razones, la violación al deber de probidad se sanciona administrativa y penalmente, y en este último ámbito además de constituir el delito de incumplimiento de deberes, puede concursar con otras formas agravadas de corrupción y faltas contra la función pública. Ante los nocivos efectos económicos y políticos del abuso de poder público para favorecerse y/o beneficiar ilegítimamente a otros, su detección y sanción no son suficientes si antes no existe una robusta normativa de prevención, buenas prácticas y efectivos mecanismos de control que impida que la actividad criminal tenga lugar.
3. La deuda pendiente
Pasa que, la Sala Constitucional en su sentencia 2010-11352 advirtió al Poder Legislativo la continuidad del vacío jurídico -ausencia de causales expresas- para que las diputaciones pudieran ser sancionadas por violación al deber de probidad, y perder eventualmente su credencial. De ahí que le otorgó 36 meses para que reformara parcialmente la Constitución y enmendara su reglamento.
Lo primero ocurrió hasta el año 2018 con el dictado de la Ley No. 9571, que adicionó un párrafo final al artículo 112 constitucional, que somete a estos “representantes” del pueblo a la probidad y pérdida de credencial si la incumplen, “…en los casos y de acuerdo con los procedimientos que establezca una ley que se aprobará por dos tercios del total de los miembros de la Asamblea…”.
Es decir, la efectividad de la indicada reforma constitucional quedó condicionada a la aprobación de una ley especial que ha de ser votada por una mayoría calificada que hoy – cerca de 7 años después- existe, pero para no aprobarla. Tampoco esa Asamblea ha modificado su reglamento como lo dijo la Sala Cuarta en la citada sentencia de hace 15 años, para disciplinar a sus integrantes improbos.
Tal mora legislativa -por decir lo menos- en una materia decisiva para cualquier país democrático, decente y desarrollado, en el dictado de una regulación básica y precisa sobre la evidente obligación de probidad de las diputaciones, so pena de perder su credencial, estaría truncando el poder sancionatorio en su contra.
Piénsese, por ejemplo, que algunas diputaciones se involucren indebidamente en una contratación pública estratégica para el país, o que realicen actos que puedan favorecer ilegítimamente a un potencial proveedor en detrimento de aquellos principios y de la probidad, porque sabrían o alegarían que su sanción -por esa vía- estaría sujeta a que se promulgue la ley prevista por la mencionada reforma constitucional, o se enmiende el reglamento legislativo.
Lo cierto es que continúa sin pasar nada en la Asamblea, que permita pensar que hay interés real, actual y mayoritario en normar ágilmente su deber de probidad, y esta deuda podría cobrarla -ojalá- una más consciente ciudadanía al decidir su voto el 01 de febrero de 2026.