
Si nos ceñimos a la estricta definición astronómica de revolución, entonces, la llamada revolución de las crayolas constituye el más auténtico proceso revolucionario de la historia contemporánea: no pasó de ser un movimiento en torno a un punto fijo, es decir, un giro alrededor de un mismo centro. Hablamos, pues, de una revolución en la que el sujeto colectivo no pretendía otra cosa más que mantener la estructura de la realidad tal y como estaba. Prueba de ello es que hubo una repugnante exaltación de los más añejos símbolos patrios en la que no faltó, por supuesto, el pabellón en la foto de Facebook y el video cursi de La Patriótica.
Ahora bien, partamos de que, en buena medida, la sensación de apocalipsis inminente y la noción de una patria amenazada por bárbaros, en efecto, posibilitaron el triunfo del PAC. ¿Era tan seria la amenaza? Wolfgang Schivelbusch sostiene que el miedo a ser derrotados y destruidos por hordas de bárbaros es tan viejo como la historia de la civilización. Y agrega: “Imágenes de desertización, de jardines saqueados por nómadas y edificios en ruinas en los que pastan rebaños son recurrentes en la literatura de la decadencia, desde la antigüedad hasta nuestros días”.
Seamos honestos: de lo poco que logró articular Fabricio, uno tan solo puede identificar galimatías en los que, apenas, aparecen torpes e improbables amenazas relacionadas con los DDHH. No había nada parecido a jardines saqueados ni edificios en ruinas. Viéndolo así, quizás, todo el horror se debió a una resignificación del mensaje en función de un discurso hegemónico paranoide. Porque, como decía Jesús Martín Barbero, el consumidor de un género (en este caso, la propaganda política) habla el idioma del género. Y de todas maneras… ¿Qué sentido tiene defender una patria tan frágil que podría derrumbarse tan pronto como un salmista ignorante llegara al poder?
Cuando se estrenó la Novena Sinfonía de Beethoven, en la prestigiosa revista The Quarterly Musical Magazine and Review apareció una nota virulentamente crítica. Decía, entre otras cosas, que Beethoven componía para quienes “no consiguen pensar en otra cosa que no sean trajes, la moda, el chismorreo, la lectura de novelas y la disipación moral; a los que les cuesta un gran esfuerzo sentir los placeres, más elaborados y menos febriles, de la ciencia y el arte”. A propósito de esta nota, Alessandro Baricco apuntaba que, paradójicamente, la Novena (y yo agregaría la lectura de novelas) hoy en día constituye uno de los baluartes más sólidos de todo aquello que se opone a lo bárbaro.
Ahora recordemos lo que decía Luis Guillermo Solís en su discurso de toma de posesión:
“Vivimos un momento histórico extraordinario: la decepción de muchos costarricenses con sus gobernantes, con la política tradicional y sus estratagemas, se ha traducido en una resonante demanda de cambio, en una poderosa marejada que ha barrido a las viejas formas de administrar el poder”.
Y añade:
“Comprendo por ello que, mucho más que el triunfo de un partido, mi elección marca el advenimiento de nuevas actitudes, nuevas convocatorias, nuevos conceptos y nuevas formas de ejercer las labores del gobierno. Ello no sólo porque gobernaremos otras y gobernemos otros, sino porque quienes lo haremos en este cuatrienio tendremos como principal mandato el devolverle confianza a un pueblo que, además de sentir cerca, cálido y solidario a su Presidente, quiere vivir libre de la necesidad y del temor, en un contexto de bienestar y justicia”.
Más allá de que todos quienes protagonizan aunque sea una pedestre conversación de cantina, siempre creen estar viviendo momentos históricos extraordinarios, no es un dato menor que “la decepción de muchos costarricenses con sus gobernantes” haya sido la causa de que, cuatro años después de ese discurso, Fabricio estuviera disputándole la presidencia al partido oficialista. Tampoco podríamos soslayar el hecho de que, a diferencia de Luis Guillermo, Carlos Alvarado llegó al poder a partir de una estrategia tardía que pretendía integrar a los protagonistas de la política tradicional; esos mismos a quienes el PAC tanto criticó.
Con todo esto quiero decir que, salvando las distancias, acá opera algo parecido a lo que ocurrió con la Novena de Beethoven. Hablo, por supuesto, de la reseña crítica, no de la calidad musical. Porque si algo quedó claro después de esta campaña, es que, desde Ricardo Mora, en nuestro país nadie nació para hacer buenas canciones.
Para muchas personas el triunfo de Carlos Alvarado se explica por su extraordinaria inteligencia y su formación académica. Sin embargo, no sabemos mucho de Carlos, salvo por su humilde obra literaria y una gestión ministerial que, pese al denodado esfuerzo propagandístico del gobierno, no pasó de ser modesta. Casi nadie reconoce al presidente electo por sus papers sobre políticas públicas o su experiencia laboral, sino por sus interpretaciones de Pink Floyd y un texto seudoerótico publicado en Soho. Y a diferencia de José María Villalta, cuya trayectoria en movimientos sociales y ecologistas es indiscutible, a Alvarado tampoco se le reconoce por su participación en movilizaciones de corte popular. De repente eso explica que, cada vez que me mandan un video de WhatsApp donde sale cantando, digamos, De música ligera, me resulte inevitable recordar a un charlatán, Amado Boudou, que llegó a la vicepresidencia de Argentina a punta de conciertos de rock.
El gobierno del PAC, al igual que los demócratas en la era Obama, se ocupó de agravar las tensiones identitarias, probablemente, porque consideraba que esa era la única manera de mantenerse en el poder. Óscar Arias, es cierto, también polarizó el país. Pero, por lo menos, la polarización de Arias surgió a partir de un modelo concreto de desarrollo y una visión de país que, buena o mala, se fundamentaba en la noción de ciudadanía, no en las identidades. Y claro, mientras a Arias le montaban marchas, titulares y bloqueos cada semana, en estos últimos cuatro años buena parte de las izquierdas (y un sector de las derechas) le perdonó casi todas las torpezas al gobierno del PAC, tan solo para no ser cómplices de la política tradicional.
Creo que todos los entusiastas de la crayola hoy deberían tomar en cuenta que a este baile de trompo, a este revolucionario giro de 360°, en definitiva, le hace falta echarle en cara toda la demagogia que provocó que votáramos por el oficialismo. Y también creo que, de una vez por todas, deberíamos aceptar que contra Arias estábamos mejor.
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