El pasado domingo 29 de octubre en la comunidad de Sonafluca en La Fortuna de San Carlos, Crisley Martínez Rodríguez, una mujer de 19 años murió asesinada por Pedro Arce, de 56 años, quien era el jefe de la delegación del Tránsito de la zona.
Muchas personas consideran que la relación que existió durante cinco años entre Crisley y el asesino era de “noviazgo”. Es lamentable que una relación de violencia, control, celos y todo tipo de desigualdades se pueda ver como una relación de noviazgo. La diferencia de edad entre Crisley y el asesinó era de 36 años.
Crisley tenía papá, mamá, tíos y tías, vecinos y vecinas, no era una desconocida. Sin embargo, durante cinco años vivió una situación tan “naturalizada” que nadie vio los peligros inminentes a los que se enfrentaba y nadie movió un dedo para que la muchacha pudiera estudiar o salir a trabajar y compartir con amigas de su edad.
Miles de mujeres están en condiciones similares a las de Crisley, su vida peligra pero nadie lo ve, no porque ocurre lejos ni porque la oscuridad lo impida; sino por la naturalización de las formas de violencia.
También la fiesta católica más importante del país, centrada en una mujer -la de la Virgen de Los Ángeles- se ha convertido –cada 2 de agosto- en una plataforma de discursos religiosos violentos y generadores de violencia.
Precisamente, el 2 de agosto del año en curso, en Cartago, el obispo de Limón Javier Román Arias, quien tuvo a cargo la homilía, exaltó el valor de las niñas que decidieron no suspender su embarazo y tener a sus hijos, luego de que “les fue robada su inocencia”.
El obispo ni siquiera admite que estas niñas embarazadas lo están porque fueron sometidas a la violencia sexual de hombres conocidos, en la mayoría de los casos. Para él, la maternidad es un hecho natural e inherente a las mujeres, aunque estas sean niñas y sin importar las circunstancias en las que se da el embarazo.
Cuando el obispo evade utilizar el término violación, y en su lugar utiliza la expresión “les fue robada su inocencia” lo suaviza y se convierte en cómplice de una triste realidad que queda normalizada y naturalizada.
Además, la postura del obispo de encubrir al victimario, al abusador, al golpeador, al que no paga la pensión alimentaria, al que aborta a sus hijas e hijos dándose a la fuga, es la expresión de la ceguera social frente a la violencia contra las mujeres.
Estoy de acuerdo en que la maternidad puede ser vista como un don, la veo como una posibilidad, un potencial dado a las mujeres. Pero cuando la maternidad se vuelve destino obligatorio y forzado, entonces se convierte en opresión y esclavitud. La maternidad debe ser libremente elegida por las mujeres como parte de un proyecto de vida que se enmarca en un espacio de amor, condiciones adecuadas para ejercerla, compromiso estatal para apoyarla, responsabilidad social para asumirla.
Reducir a las mujeres a un útero fecundado es negar la fecundidad del cerebro, de sus pensamientos, de sus creaciones y sueños, de sus posibilidades de desplegar propuestas políticas, científicas, artísticas, económicas, deportivas.
Asimismo, la posición del obispo, que representa muy bien la doctrina de la iglesia católica, es una alerta clarísima de la violencia institucional que pasa desapercibida por lo naturalizada que se encuentra.
Muy lejos de la equidad
La Constitución Política, que en su artículo 33 establece que “Toda persona es igual ante la Ley; la Declaración Universal de los derechos humanos, que en su artículo 1 señala que “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos; la Biblia, que el el libro del Génesis resalta que “varón y hembra los creo a su imagen y semejanza”, parecen no ser declaraciones suficientes para garantizar la igualdad y la equidad entre mujeres y hombres.
En la cotidianidad las mujeres no somos tratadas como iguales: las tareas de cuido siguen estando sobre las espaldas de las mujeres en mayores proporciones y esto es un elemento primordial para que en cascada se nos nieguen otros derechos, como el descanso, el estudio, el trabajo, la remuneración adecuada y el uso del espacio público. Seguimos siendo expuestas a la violencia física y sexual en mayor porcentaje que los hombres.
El exceso de trabajo, la violencia psicológica, verbal, patrimonial nos deja en condiciones precarias para hacerle frente a la vida sacar adelante a las personas que nos son confiadas: menores de edad, adultas mayores, muchas veces enfermas y con diferentes grados de necesidades especiales. Este elemental hecho de que hombres y mujeres somos “hechos del mismo barro”, hoy se sigue negando sistemáticamente en la vida cotidiana.
Algunos ejemplos son: menos mujeres están en puestos de toma de decisiones y son nombradas para puestos de representación popular; el desempleo y subempleo siguen siendo una realidad entre las mujeres y por eso la “feminización de la pobreza” es un flagelo del siglo XXI, igual que lo ha sido en siglos anteriores.
El acoso sexual callejero está instaurado en la sociedad costarricense, muchas veces encubierto bajo “la cultura del piropo”; son comunes los silbidos, las miradas lascivas, los comentarios inapropiados, los estrujamientos y tocamientos y lamentablemente también las violaciones a mujeres de todas las edades.
Es preciso asumir el compromiso desde los ámbitos académicos para proponer alternativas a la persistente violencia contra las mujeres y para hacer contrapeso a discursos y prácticas presentes en la realidad costarricense, que se empeñan en perpetuar la complicidad histórica que se ha construido desde la biblia y la teología en el encubrimiento y naturalización de las formas diversas de violencia contra las mujeres.
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