¿Avanzamos o seguimos atrapados en el pantano?

Esta última legislatura debería ser una oportunidad para corregir el rumbo, pero una vez más, el Congreso parece tener un mayor interés en administrar su propio letargo que en generar valor real para quienes lo financian: los ciudadanos.

Cada primero de mayo, la Asamblea Legislativa se sacude el polvo para cambiar las sillas del Directorio (al menos esa es la expectativa), se instalan comisiones, se reparten presidencias, y se reinicia el ritual de inventarse más leyes como si de eso dependiera el futuro del país, pero Costa Rica no necesita eso, lo que realmente necesita Costa Rica son mejores decisiones.

Medir el éxito de un legislador por la cantidad de proyectos presentados o aprobados es como medir el valor de una empresa por el número de papeles en su archivo, es inútil. El Congreso no está para producir leyes como si fueran salchichas, está para resolver problemas y si las leyes que se aprueban no liberan al ciudadano del peso del Estado no sirven, punto.

El país clama por seguridad. La criminalidad se disparó en 2023 y, aun así, muchos proyectos clave siguen varados. Uno de ellos, la reforma constitucional que permite la extradición de nacionales por delitos relacionados con narcotráfico finalmente fue aprobado en primer debate. Pero aún falta su ratificación definitiva, y cualquier retraso adicional sería una irresponsabilidad ante una amenaza que no da tregua.

Lo mismo con la Ley de Jornadas 4×3, una iniciativa que podría dinamizar el mercado laboral, atraer inversión y dar respiro a cientos de empresas, pero entre sindicatos ruidosos y diputados anclados en intereses, el país sigue perdiendo competitividad mientras otros avanzan.

Y sí, se habla de eurobonos, de endeudarse más para cubrir lo que no se ha sabido administrar. Desde una visión liberal, endeudarse debe ser la última opción, pero si se trata de sustituir deuda cara por deuda barata bajo condiciones claras, puede aceptarse como mal necesario. Lo que no se acepta es que sigamos sin controlar el gasto ni reducir el tamaño de un Estado que ya no cabe en el país que lo sostiene.

La corrupción, la otra gran herida, tampoco espera. ¿Dónde están las reformas serias a la Ley de Contratación Pública? ¿Cuándo vamos a pasar de escándalos como Cochinilla o Diamante a un modelo transparente, digitalizado y sin excusas?

Lo urgente debe discutirse ya, lo estructural, trabajarse con rigor, pero en todo caso, legislar no es decorar códigos, es devolver poder al ciudadano.

Basta ya de leyes simbólicas, de declarar días nacionales para causas que no resuelven ni uno solo de los problemas reales. Basta de jugar a hacer política mientras el país se desangra en impuestos, desempleo, inseguridad y trámites.

El Congreso debería estar dictaminando proyectos que faciliten la vida al emprendedor, al trabajador independiente, al pequeño empresario. No creando nuevas cortinas de humo para alimentar el ego de una institucionalidad que se volvió un fin en sí misma.

Un legislador vale por su capacidad de frenar leyes malas, fiscalizar al Ejecutivo y devolverle al pueblo su protagonismo, no por la cantidad de iniciativas archivadas que lleva con su nombre.

Menos leyes, más libertad. Menos Estado, más ciudadanía. Menos discurso, más acción.

Costa Rica no necesita una renovación simbólica, necesita una revolución silenciosa, pero firme, de conciencia ciudadana. Una que entienda que no hay futuro si seguimos premiando la ineficiencia con votos, el populismo con indulgencia, y la mediocridad con indiferencia.

Este 2025 es el año para marcar la diferencia, no en el número de leyes, sino en el número de vidas mejoradas, no en reformas cosméticas, sino en resultados reales. Y si la Asamblea no puede o no quiere hacerlo, entonces que el soberano —el pueblo— les pase la factura en las urnas.

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