2026: la primera elección parlamentaria

Imagen generada con IA.

Hubo un tiempo en el que en el hogar se nos enseñaba a asimilar las derrotas. Sorpresivas o no, evitables o no, respirábamos hondo, analizábamos con honestidad qué cosas podrían habernos causado el revés, corregíamos lo que estaba a nuestro alcance, y nos poníamos en pie para el siguiente round.

La autocrítica, sin embargo, pareciera un tesoro enterrado y olvidado en la política costarricense, y particularmente en los decadentes partidos “históricos”. No sólo han ido perdiendo la capacidad de percibir sus propios errores, sino que con furia obsesiva los reiteran y amplifican, hasta llegar a un grado ridículo de autoinmolación. Así, no debería sorprender a nadie que los dos partidos más viejos (Liberación y la Unidad) estén más cerca de seguir los pasos del PAC hacia la desaparición total, que de recuperar relevancia.

Quizás antes las derrotas, por contundentes que fuesen, no les representaban un riesgo existencial. Después de todo, había un único adversario relevante, y tal adversario sólo lo era en tiempo electoral, pues para el resto del trayecto ya estaba la gestión administrativa del Estado adecuadamente “repartida”. Un acuerdo (o desacuerdo) bastaba para poner contralores, defensores o magistrados. La ciudadanía era convocada cada cuatro años para una gran fiesta, y enviada luego a las graderías para fungir como testigo pasivo, mientras la casta política extendía sus tentáculos por todas las instituciones de la República, un sistema político que desnaturalizaron al anular (mediante compadrazgos y “facturas”) los límites del poder político.

Pero esa ciudadanía se fue cansando de costear la inefectiva parranda, y hace unos treinta años decidió no quedarse callada. Quiso expresar su disgusto por medio del voto, y en algunos casos, con la omisión de emitirlo. Y el sistema político partidista se fue agrietando. Tuvimos en 2002 el primer balotaje de nuestra historia. El PUSC colapsó en la elección de 2006. Liberación fue expulsado del Poder Ejecutivo en 2014 para nunca más volver, iniciando una racha de segundas rondas. Las elecciones municipales pasaron a medio periodo y evidenciaron aún más el declive de las viejas estructuras a nivel local. El reclamo popular empezó a expresarse más y más ruidosamente en las urnas electorales.

Ah, pero ¿aprendió algo de sus errores la casta política? Al contrario, los profundizó: al elitismo económico del PUSC y el elitismo político del PLN, le sumaron el narcisismo pseudointelectual del PAC, que en sus dos administraciones dio brutalmente la espalda a la ciudadanía, cuya inteligencia menospreció una y otra vez mientras se ponía con obscena sumisión al servicio de una absurda agenda “copy-paste” global. Con todo esto, por supuesto, contribuyó decisivamente el PLN, que desde el año 2006 ha mantenido ininterrumpidamente la fracción más numerosa del Congreso. Esta alianza de élites narcisistas mantiene, hasta hoy, el discurso de que ellos encarnan la “institucionalidad” republicana (que han violentado según conveniencia), de que son ideológicamente infalibles, y que sus agendas y procedimientos son obviamente buenos (los únicos errores que aceptan son las “deficiencias de comunicación”, según nos dice con todo cinismo una candidata cuyo partido nadie más desea desenterrar).

Para ellos, la forma justifica el fondo: no importa apalancar y manosear la Constitución para, por ejemplo, reimplantar la reelección presidencial, dejar sin libertades individuales al país entero por casi dos años mediante simples decretos, o inventarse una “interpretación” espuria para regular la excepción de un delito u obstaculizar la aspiración política de un adversario, siempre y cuando lo hagan hablando suavecito, con modales acartonados y poniendo cara de serios. Pero, ¡ay de aquel que se atreva a hablarles feo, porque ese sí es un déspota!

Un estilo de liderazgo como el de Rodrigo Chaves, desde luego, les iba a resultar extremadamente repugnante a estas élites. Chaves no solamente ha demostrado un tenaz desprecio por la forma acartonada de la casta política a la que combate, sino que la ha convertido irónicamente en su mejor estrategia de comunicación. La Costa Rica humillada, la rural, la urbano-marginal, la agrícola, la del trabajo informal, la de las zonas indígenas y fronterizas, se identificó mucho más con un mandatario de lenguaje llano, mordaz e irreverente, que con el lirismo suave de los Nerones que lo antecedieron declamando mientras el país empezaba a arder. Y esa derrota, la del 2022, sí les representó un riesgo existencial: por primera vez en décadas, Costa Rica se encontró con un estilo de gobernar distinto, un choque sólo comparable al vivido en 1936, cuando León Cortés asumió el mando después de treinta años con los miembros del “Olimpo” turnándose la Presidencia. Y tal como sucedió entonces, a la gente le gustó el nuevo estilo, por más que se rasgaron las vestiduras los adalides del viejo. No en vano el gobierno actual ha mantenido altísimos índices de aprobación durante todo el periodo, algo que nunca ocurrió al menos en los dos o tres periodos previos.

El efecto de este hallazgo ha sido letal para las viejas estructuras políticas, que hoy llegan a la línea de salida de una campaña totalmente atípica. Liberación Nacional (que básicamente ha venido reciclando los mismos candidatos desde 1993) se trajo a Álvaro Ramos, directamente expulsado del gabinete, para ser su “renovado” abanderado… quedando electo como aspirante oficial con una cifra tan exigua de votos, que habría quedado tercero en la anémica convención del 2021. Pero Ramos no sólo resultó un político insípido, sino inefectivo, sin liderazgo a lo interno, y por añadidura intentando gestos grandilocuentes para emprenderla contra los mismos “dinosaurios” que impusieron su candidatura. No en vano está más cerca del margen de error que de la punta de la carrera, con un apoyo estático en los últimos dos sondeos publicados por la empresa OPOL (hechos antes de su exabrupto más reciente). Pareciera que el Ramos liberacionista podría causarle a su partido el mismo tipo de resultado que tuvo el PAC con un aspirante del mismo apellido.

En contraste, la virtual candidata del oficialista Pueblo Soberano, la exministra Laura Fernández, tomó ímpetu desde muchas semanas antes de anunciarse formalmente su aspiración. Antes de dicho anuncio, ya ocupaba el primer lugar en los sondeos; pero desde la confirmación de su interés, su respaldo prácticamente se duplicó en cuestión de quince días. Más notable aún: triplica la intención de voto de su rival más cercano, Fabricio Alvarado de Nueva República, cuyo “voto duro” pareciera estarse “suavizando” al perder tres puntos respecto del sondeo previo, y llegar a un deshonroso empate estadístico con el escuálido apoyo recibido por Ramos. Si se hace el ejercicio estadístico de dar por descontado el abstencionismo, Fernández obtendría en este momento más del 43% de los votos, mientras que Alvarado obtendría poco menos del 13%, y sólo salvaría el segundo lugar porque Ramos está empeñado en autodestruirse. Exceptuando a Natalia Díaz, otra exministra de este gobierno que podría lograr de un 5% a un 8% de los votos, ninguno de los demás aspirantes parece destinado a la relevancia en la carrera presidencial.

¿Cuál es el común denominador aquí? Que, según se desprende de la conducta y las declaraciones de ciertos operadores políticos, todos los partidos a excepción de Pueblo Soberano parecen haber renunciado desde ya a competir por la Presidencia. El candidato de Nueva República viene a la baja, el de Liberación Nacional nunca despegó, la de Unidos Podemos ya está rezagada y la de la CAC (Coalición Agenda Ciudadana, alias PAC disfrazado) va con “doble postulación” (traducción: lo que en realidad quiere es ser diputada y ver si resucita al muerto). El Frente Amplio armó sus papeletas legislativas con “los mismos de siempre”, lo que significa que espera que sus resultados también sean “los mismos de siempre”. Y los demás candidatos, incluido el del PUSC, no llegan ni al margen de error.

Ante la evidente resignación con la que los partidos históricos (o sus restos) parecen encarar la carrera presidencial (algo que indirectamente parece presagiar un aumento del abstencionismo), y salvo que la candidata oficialista caiga en triunfalismo prematuro o en un error catastrófico, pareciera que el tema para los partidos antigobiernistas es la supervivencia, y por consiguiente la verdadera pelea va a darse en la elección legislativa. Dado que desde 1949 se eliminaron las elecciones de medio periodo, y ahora estas sólo abarcan a las autoridades municipales, esto convertiría tácitamente la elección del 2026 en la primera elección puramente parlamentaria en la historia de la Segunda República.

La nueva distribución de escaños por provincia, recién publicada por el TSE a raíz del censo de 2022, introduce una nueva variable, pues las provincias que ganaron diputaciones (Alajuela, Guanacaste y Puntarenas) son territorio favorable a Pueblo Soberano y, en general, a opciones políticas más conservadoras en lo social y liberales en lo económico, mientras que las provincias más “progres” (San José, Heredia y Cartago) fueron precisamente las que perdieron escaños. Es decir, en este nuevo proceso se estaría corrigiendo una sobrerrepresentación sistémica del sector urbano central en perjuicio de las zonas agrícolas y rurales. ¡Esa no es precisamente la clase de noticia que celebrarían en el Balcón Verde o en los alrededores de la UCR!

Con este panorama, pareciera que la consigna de Pueblo Soberano es darle a su candidata Laura Fernández un triunfo en primera ronda y una mayoría contundente en la Asamblea Legislativa (lo que abriría también la puerta a nuevos juegos y alianzas sutiles), mientras que para Nueva República y Liberación es retener algunos escaños y, quizá (sólo quizá, con mucha suerte) denegarle al oficialismo la ansiada mayoría absoluta. La izquierda (con sus brazos en la CAC y el FA) pondría su foco en mantener alguna representación, un objetivo que parece más angustioso para el anémico PUSC y para el resto del paquete.

Esta es la imagen que tenemos ahora, en la “línea de salida” de una carrera que parece haber empezado anómalamente tarde. Pero faltan muchos kilómetros, llenos de curvas, posibles pinchazos y no pocos accidentes. Y falta por verse, también, si el público llega a interesarse más por el desenlace.

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El autor es abogado constitucionalista, Máster en Ciencias Políticas y Máster en Estudios Políticos Aplicados.

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